Han transcurrido más de tres meses desde que las escuelas cerraron sus puertas. Los estudiantes se recluyeron en sus hogares y ‒con el apoyo de sus docentes, madres y padres‒ emprendieron el camino inédito de trabajar en casa.
Las autoridades se esforzaron por mantener los lazos educativos a través de una serie de estrategias, que fueron desde educación en línea hasta la edición de cuadernillos y materiales de apoyo, pasando por el uso de la televisión y la radio. Los maestros aportaron sus saberes pedagógicos y el conocimiento de sus estudiantes para crear nuevas formas de enseñar y mantener la comunicación.
Los padres, desde sus propios referentes y condiciones, también pusieron el hombro. Hubo diversas formas de encuentro con lo escolar en nuevas circunstancias, y también desencuentros y alejamientos dolorosos pero comprensibles.
Fue un periodo de grandes aprendizajes para todos, y no me refiero a los “esperados” (y exigidos) en los programas escolares que suelen evaluarse. Lo que niñas, niños, jóvenes, docentes, padres y autoridades han aprendido se ubica en otro plano: el de la subjetividad, la sensibilidad, los afectos e incluso los miedos. La nueva normalidad debe recuperarlos para repensar la escuela y las relaciones pedagógicas y afectivas que en ella se desarrollan.
El inminente regreso a la escuela debe pensarse en dos planos: por un lado, el técnico, vinculado con las medidas de higiene con el fin de proteger la salud. Ofrecer las mejores condiciones a las comunidades escolares para el retorno parece una obviedad; no obstante, en un sistema educativo tan grande y diverso como el nuestro, que además ha sufrido muchos años de abandono y deterioro, se convierte en un reto mayúsculo. Por otro, el procesar política y educativamente la tarea a cumplir y potencializar las lecciones del confinamiento para construir una educación digna, creativa, justa y con menos desigualdad.
Publicado en el boletin semanal ‘Educación en Movimiento’ de MEJOREDU.