A finales del mes de septiembre de 2014, en Iguala, Guerrero, un hecho lamentable estremeció a la sociedad mexicana: la desaparición forzada de 43 normalistas de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa. Según el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), las conclusiones de las investigaciones por parte de la Procuraduría General de la República (PGR) fueron prácticamente inverosímiles al grado de contar con declaraciones de testigos torturados, fallas metodológicas en la realización de grabaciones o sugerir hechos improbables como un incendio de grandes magnitudes en plena lluvia. Podrán cuestionarse las acciones de los estudiantes previo a su desaparición, pero la evidente falta de voluntad del gobierno para esclarecer los hechos relacionados con los normalistas de Ayotzinapa y el sufrimiento mismo de éstos, no es más que un reflejo del desprecio y la indiferencia del gobierno ante el normalismo.
Aquellos 43 normalistas de Ayotzinapa nunca volvieron a las aulas. Esas bajas en la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos están en sintonía con una tendencia que apunta hacia una reducción (y probable extinción, si no se actúa pronto) muy marcada de las instituciones normalistas: tan solo del ciclo escolar 2012-2013 (el primero del sexenio del presidente Enrique Peña Nieto) al ciclo 2017-2018, la matrícula normalista ha presentado un déficit de 43,285 estudiantes, es decir, se ha perdido una tercera parte del alumnado original. Así, esas 43 bajas, motivadas por un hecho delictivo, se suman a otras miles más motivadas, entre otros factores, por el cierre de espacios, el deterioro sistemático de la imagen del docente y la precarización de las condiciones laborales del magisterio.
La desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa viene a ser una insignia, intencional o no, del profundo desprecio que el gobierno tiene hacia las Normales Rurales. Hablando en particular del gobierno federal, basta decir que el propio presidente Enrique Peña Nieto, así como uno de sus colaboradores más importantes, Miguel Ángel Osorio Chong, tienen en su carrera política antecedentes conflictivos contra este tipo de instituciones: el intento de desaparición de la Normal Rural de Tenería, en el Estado de México, y la extinción de la Normal Rural El Mexe, en Hidalgo, respectivamente. Así pues, la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa se inserta en una época de múltiples episodios caracterizados por hostilidades hacia las Normales Rurales: desde Cañada Honda en 2017, pasando por Tiripetío, Cherán y Arteaga en 2012, Tenería y El Mexe en 2008, hasta Mactumatzá en 2003. No es de ninguna manera casual que en estas épocas un estudiante normalista rural sea víctima de acciones violentas e injustas.
Cuando ni siquiera se habían cumplido tres meses de la desaparición de los estudiantes normalistas, el presidente Enrique Peña Nieto, en un acto precisamente en Guerrero, hizo un llamado a “superar el momento de dolor”. Inmediatamente, la indignación de gran parte de la sociedad se encendió: no se advertían aún muestras de justicia, cuando el mandatario ya invitaba a darle la vuelta a la página. Ese profundo desprecio por la vida de los estudiantes normalistas y el dolor de sus seres queridos, encaja a la perfección con el desprecio que, por aquel entonces, se concretó en contra de las normales al aprobarse la Ley General del Servicio Profesional Docente, cuyo artículo 24 permite a profesionistas sin preparación pedagógica hacerse cargo de grupos escolares. Se observa pues que, para el gobierno, las instituciones normalistas son irrelevantes y sustituibles por escuelas que ni siquiera se especializan en la formación docente. Coincide entonces el desprecio hacia la vida, en el caso de los normalistas, y hacia la función social, en el caso de las escuelas normales.
Quizá parezca descabellado intentar relacionar un hecho criminal particular con una tendencia general en la política de un gobierno. No hay elementos para vincular materialmente la desaparición de los estudiantes con los golpes que los gobiernos más recientes ha propinado al normalismo y, sobre todo, al normalismo rural, pero el simbolismo prevalece y pesa: sin que sus autores se lo hayan propuesto, la tragedia de Iguala sigue pintando de pies a cabeza la situación del normalismo en la actualidad: esos 43 pupitres vacíos en la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Brugos se unen a otros miles de pupitres que nunca volverán a ser utilizados en las Escuelas Normales tras el escandaloso colapso de la matrícula normalista en los últimos años; la violencia de la que fueron víctima en Iguala los estudiantes normalistas rurales concuerda perfectamente con una época de represión contra este tipo de instituciones; el infame e insultante “ya supérenlo” de Peña Nieto coincide plenamente con el desvalorización por parte del gobierno hacia la función de las Escuelas Normales.
Así pues, ese famoso lema de los padres normalistas “vivos se los llevaron, vivos los queremos”, aplica también como una frase llena de indignación y a su vez esperanza para no dejar morir al normalismo como la principal fuerza formadora de docentes. Ese grito lleno de coraje pero simultáneamente de ilusión vale no sólo para abanderar los reclamos de justicia ante este hecho penoso, sino también los anhelos para detener las tendencias que buscan quitarle a las normales la batuta en cuanto a la preparación de maestros y a su vez hacer de la docencia un empleo de segunda. Por eso, ojalá ese grito en honor a los estudiantes de Ayotzinapa y las Escuelas Normales se haga efectivo: “vivos los queremos”