Legislar y Educar.

En esta semana, tres eventos me hicieron reflexionar sobre el vínculo entre generar leyes y propiciar el aprendizaje. Uno fue la iniciativa de ley, ...
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En esta semana, tres eventos me hicieron reflexionar sobre el vínculo entre generar leyes y propiciar el aprendizaje. Uno fue la iniciativa de ley, presentada este 4 de septiembre por Morena en el Senado; otra fue una conversación en un taller de autonomía curricular, con los profesores de una escuela primaria; la última fue un intercambio con un experto internacional, en visita de investigación en México.

Tuve la oportunidad de dialogar ayer con Néstor López, investigador del Instituto de Planeación y Política Educativa de la UNESCO, quien lleva ya un tiempo haciendo trabajos de valor, con enfoque comparativo, entre el sistema educativo mexicano y las transformaciones paralelas de Chile, Perú y Ecuador. Una conclusión preliminar es que, en esos países y más en México, no alcanza con que algo esté en la ley para que se realice, y que lo deseable no es tan cercano a lo factible. En todo caso, el valor de una legislación “programática” o “contrafáctica” no es tanto que refleje la realidad actual, sino que marque un horizonte hacia dónde nos queremos mover. El punto crítico es si la distancia entre lo postulado y lo tangible se hace tan grande que, en lugar de llenarse de decisión y ánimo, de esperanza y de sentido de propósito, se sature de simulación, o de desánimo, o de amargo desengaño.

Cambio de escenario, pero no de inquietud: primaria general, muchos grupos por grado, plena Ciudad de México. Es 5 de septiembre, y a una semana de arrancarse con los “clubes de autonomía”, los profes están consternados. Sí; sí hicieron el curso en línea de Aprendizajes Clave. Sí, tuvieron su “capacitación” una semana antes de empezar clases. Pero ahora, que están a punto de lidiar con los talleres que se supone que serán lúdicos e intuitivos, novedad para la convivencia y la participación, se sienten abandonados. No coincide lo que les “tocó” con lo que mejor saben hacer. No se entiende cómo se va a evaluar. Medio se preguntó a los niños, pero en realidad no hay opciones: el tipo de club es por grado. Uno –aunque se llame “interactivo”- pinta a ser un repaso velado de matemáticas. Le van a entrar, más por arrojo y sentido del deber que por otra cosa; pero gozoso, nada. Se pierde así una clave imprescindible de buena práctica pedagógica: el sentido de “autoeficacia”, es decir, saberse/sentirse capaz para conducir un aprendizaje. Está en la nueva normativa: un componente del Modelo Educativo, pero la implementación se hace con tiempos insuficientes, explicaciones apresuradas, decisiones obligadas, y se tambalea el entero propósito. Está en peligro que pase lo que se diseñó. Y no es la sierra de Durango, sino una zona de alto índice de desarrollo humano de la capital del país. Cambiar la norma no alcanza.

La bancada dominante en la Cámara de Senadores, por vía de su dirigente, Martí Batres, presentó una iniciativa de reforma al párrafo primero y la fracción V del Artículo Tercero, para establecer como tarea de Estado la educación superior. La propuesta es más genérica, y en ese sentido más atendible, que la presentada por Delfina Gómez y otras diputadas en septiembre de 2015. Las razones esgrimidas son para considerarse: la educación superior juega un papel destacado para solución de los problemas nacionales, son un mecanismo de movilidad social y reducción de la desigualdad, de reducción de violencia y de desarrollo de la democracia. En el entusiasmo, también el Senador hizo referencia a las cien universidades que se pretende establecer en la administración entrante.

Y aquí regresan las preguntas: ¿sirve legislar para impulsar la educación cuando la factibilidad está tan en cuestión? El principio de universal acceso y la voluntad de equidad son dignas de aprecio; sin embargo, cuando se entra a la evidencia sólida, los cuestionamientos no pueden minimizarse. Es desconcertante que en el primer paquete de propuestas no haya una perspectiva de mayor inversión para educación inicial, a pesar de que es un punto bien demostrado el poder de equidad que tiene la inversión pública en los primeros años de cada persona.

Si algo corre el riesgo de ser considerado reaccionario y regresivo –tuve la tentación de calificarlo de “pensamiento fifí”- es una ampliación de la educación universitaria, más cara por unidad, más magra por resultados, más fácilmente capturable para beneficios privados, en contraste con una atención sólida para poblaciones de la primera edad, que en México son literalmente los más pobres de los pobres, los que cuentan con menos servicios, aquellos que en su condición pueden quedar invisibilizados y excluidos sistemáticamente de un ejercicio pleno de derechos.

Esta nueva conformación del Poder Legislativo puede caer en lo que, como oposición, tan severa y continuamente critico: que la improvisación dé al traste con los propósitos, que legislar sea una forma de ganar aplauso sin hacerse responsable de rendir cuentas por la implementación, cuando el diseño mismo es incumplible. Especialmente, cuando las decisiones de política pública apilen beneficios para los supervivientes de la expulsión –esos jóvenes de 18 y más que pueden seguir estudiando-. ¿Cuándo se dedicarán recursos escasos que se requieren para estancias y guarderías, para visitas domiciliarias, para activación socioemocional y cognitiva? ¿Serán universidades dos cuartos en una cabecera municipal? ¿De verdad se va a trasladar un claustro entero de profesores? ¿y las bibliotecas y laboratorios? ¿O serán como las telesecundarias y telebachilleratos, opciones con profesores heroicos y mal pagados que sostengan por su sacrificio las promesas de legisladores, que al ampliar el rango de lo obligatorio aceleran, profundizan y cristalizan el rezago y la exclusión? No basta legislar para educar. Y muy frecuentemente, el paso que faltó fue educar para legislar.

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