Ahora que un nuevo y atípico ciclo escolar está por comenzar, habría que reconsiderar un problema que aqueja a gran parte de la población mexicana (y del mundo): qué leemos y cómo leemos.
Autoridades educativas y profesores damos por sentado que los padres saben leer y escribir. Por ende, suponemos, sabrán compartir y fortalecer las habilidades de lectura y escritura de sus hijos.
Nada más alejado de la realidad.
Si con programa en mano, material didáctico y planeaciones diseñadas expresamente para tal fin, consolidar las habilidades lectoras ha sido uno de los retos más complejos de la educación actual, qué nos hace pensar que el problema ha desaparecido solo por el hecho de que los alumnos están en casa.
Vivimos en sociedades que arrastran deficiencias lectoras que, probablemente, son herencia del pasado, y que, seguramente, serán transmitidas a las generaciones futuras. No por nada Antonio Luque, mítico integrante de Sr. Chinarro afirma: “Se promueven tipos de música orientados a personas que no leen”.
La pandemia, por lo visto, agudizará un problema que de por sí ya era un gran problema.
En su artículo “El reto del analfabetismo: del «cuántos leen» al «cómo leen»”, del profesor Rogelio Javier Alonso Ruiz en Profelandia, aporta un dato alarmante: “De acuerdo a la prueba PISA 2015, 39.8% de estudiantes mexicanos se ubicaron en el nivel más bajo, de seis posibles, en cuanto a desempeño en lectura, manifestando habilidades elementales que les permiten apenas localizar información explícita en un texto corto o reconocer la idea principal en escritos”. Es decir, casi la mitad de los estudiantes tiene graves dificultades de lectura. Es lógico pensar que, un porcentaje similar de adultos padecemos esta falla. Para decirlo más claro: casi la mitad de nuestros alumnos y sus padres, lo padecen.
El escritor y poeta Pedro Salinas tipifica muy bien la diferencia entre leedores y lectores. Para Salinas, la galería de los primeros era copiosa y daba numerosos ejemplos acerca de quienes la forman: el estudiante que sólo lee para los exámenes, los profesores que sólo leen para preparar sus clases, los que sólo buscan información que les dé ganancia de algún tipo, en fin, todos aquellos que “recorren con los ojos el papel impreso”, pero sin que intervengan las “actividades superiores del alma”, según sus palabras.
“Frente a esas legiones de leedores” se encuentran, “en escasa minoría los lectores”. Salinas define al lector como “el que lee por leer, por el puro gusto de leer, por amor invencible al libro, por ganas de estarse con él horas y horas, lo mismo que se quedaría con un amigo”. Y agrega que no hay ningún ánimo en el lector “de sacar de lo que está leyendo”….“nada que esté más allá del libro mismo y de su mundo.”
Haciendo un ejercicio de franqueza ¿Cuántos leedores tenemos en nuestro salón? ¿Cuántos lectores? Y los padres de familia, ¿En qué posición los colocamos? O mejor aún, nosotros, profesores, ¿qué somos?
Para nadie son un secreto los bajísimos niveles de lectura (como hábito) entre los docentes en México. Muy pocos compran, leen y hablan de sus lecturas. ¿Por qué? Es un misterio. Y lo defino como misterio, porque no me explico cómo se insiste en “inculcar” el amor por la lectura y la escritura, sin leer ni escribir. Se insiste sin siquiera saber qué es. Sin saber cómo se hace. Y lo peor: sin saber disfrutarlo.
Si la sociedad no lee, si en casa no se lee, si el maestro no lee, qué nos hace pensar que el alumno lo hará.
A estas alturas, pareciera que hemos complicado innecesariamente el problema de la lectura y que la realidad suele ser mucho más sencilla de lo que creemos. El problema de la lectura tiene para mí una sola respuesta: se aprende a ser lector leyendo (buenos y malos libros), con la certeza, sin embargo, de que aún así nada nos garantiza que lograremos el objetivo. No existen razones lógicas de convencer a nadie para que se convierta en lector. Y el motivo es muy simple. La lectura es una experiencia absolutamente individual e irrepetible y sólo la realización continuada de esa experiencia puede despertar, o no, nuestro deseo de persistir en ese camino. Jorge Luis Borges definía a la lectura como una forma de felicidad. Si no somos capaces de sentir esta felicidad, nunca podremos compartirla con nuestros alumnos.
En estos momentos, en que la educación de los alumnos quedó (y quedará), principalmente, en manos de los padres de familia, la diferencia podrían ser precisamente las habilidades lectoras, la cuales, como se ha visto, nos han importado muy poco.
Sirvan estos tiempos de nueva normalidad, para que cada docente decida convertirse en un ávido lector y promotor de la lectura. Nunca es tarde para empezar. Y nunca está de más.