Para comprender y dimensionar el poder de las palabras no es imprescindible recargarse en los grandes teóricos del lenguaje, ni es necesario recurrir a una pieza retórica como la expresada por García Márquez en Zacatecas hace ya dos décadas, así como tampoco es indispensable ser un intachable cristiano para conocer citas bíblicas ancestrales que se refieren al tema.
Mucho menos lo necesitan aquellos que tienen la palabra como la fundamental herramienta de su actividad profesional, sean maestros, periodistas o psicólogos. De los políticos y los merolicos, que casi es lo mismo, ya ni hablemos… Como cantaba la Sonora Santanera aquella pegajosa canción de “La boa”: ”lo saben, lo saben” estos y aquellos lo saben, lo sabemos todos en mayor o menor medida.
Para entender que “Cada palabra, al mismo tiempo, dice y calla algo”, según afirma Octavio Paz, quizá sólo se necesita tener un mínimo de sentido común (¿estará muy alta la exigencia?), y, en el caso de la palabra escrita, un elemental conocimiento de la ortografía y la sintaxis, pues ya sabemos que una “simple” coma es capaz de modificar dramáticamente el significado. “Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio”, acota Neruda.
En el Génesis leemos que “Dios dijo: ‘hágase la luz, y la luz se hizo´”; en los proverbios se advierte que “La muerte y la vida están en la lengua”, y en Santiago se alerta” ¡Qué gran bosque se incendia con tan pequeño fuego! Y la lengua es un fuego”. Y no queda sino callar ante aquel portento: “Levántate y anda”.
Los teóricos nos hablan de significado, significante, contexto… Nuestro pueblo, en fin, que sabe del poder de las palabras, lo sentencia en un refrán sencillo y contundente: “El pez por su boca muere”.
Hay por ahí otra expresión en el mismo tenor: “Somos dueños de nuestro silencio pero esclavos de lo que decimos”.
Y si eso resulta por demás evidente para la mayoría de las personas, cómo no habrá de saberlo alguien que aspira a ser líder de opinión, como el ahora vilipendiado y defenestrado Ricardo Alemán.
Alguien que se precie de ser periodista está obligado a saber leer en el sentido amplio, escribir con la mayor corrección pensando en el lector, y tener muy claro el contexto en el que se mueve y en el que escribe; está obligado a actuar con veracidad, si bien en el caso de las columnas y artículos de opinión, no necesariamente exigen objetividad ni la imparcialidad. Pero también está obligado a conducirse con ética.
Ricardo Alemán, y usted y yo y todos los mexicanos, tenemos total libertad para escribir lo que deseemos, pero es evidente que esa libertad, que es un principio y derecho universal básico, conlleva responsabilidad y compromiso, apego a valores éticos; responsabilidad para cuidar lo que decimos, ética para saber distinguir entre lo bueno y lo malo, y un alto compromiso para enfrentar las consecuencias. Y todo esto es mayormente aplicable a quienes tenemos la oportunidad de compartir nuestros textos a través de los medios de comunicación.
El columnista de Milenio y Televisa vio casi derrumbarse su carrera de 30 años por el malintencionado uso de dos palabras y la réplica de un mensaje que inducía al asesinato de López Obrador. Alemán tuiteó el texto, contenido en una imagen, con sólo un comentario: “Les hablan”. (https://bit.ly/2jM1RsK). Pero no fue ese par de palabras, sino el mensaje al que hacía referencia. Es relevante no solamente la connotación sino por lo que denotaba.
Tengo la certeza también de que el columnista conoce el poder de las palabras, y sabe que no las podemos dejar sueltas porque corremos el riesgo de que cobren vida propia.
De manera que estoy convencido de que Ricardo Alemán supo desde que lanzó su tuit del efecto que tendría el mensaje; mejor dicho, por eso lo lanzó.
Sabía cómo iban a impactar esas palabras, que a la postre fueron su ruina; quizá lo que nunca imaginó, a pesar de su propio oficio, es la proporción que iba a alcanzar el incendio que provocó y terminó por consumirlo a él mismo.
Desde luego no se trata de corrección política, en la cual no estoy de acuerdo, sino el valorar el peso y tamaño de la responsabilidad que entraña el uso de las palabras, pues como estamos viendo pueden servir de alas para encumbrar o pueden también abrir abismos para sumergir a quienes pierden el control sobre ellas. Seguramente por eso Paz aconseja cogerlas del rabo, azotarlas, darles azúcar en la boca, torcerles el gaznate… para que las palabras digan lo que nosotros queremos que digan, y no lo que ellas quieran.
Tal vez al poeta se le pueda perdonar, como a José Emilio Pacheco, una “Alta traición” confesa sin llevarlo al paredón, a pesar de que la poesía también dice verdades, aunque sean verdades poéticas. Y hasta podemos cantar en contraparte y con total enjundia nuestro bélico himno. Digamos que a fin de cuentas en ambos prevalecen las metáforas, la retórica.
Pero no se puede jugar con arrojar cerillos encendidos sobre la yesca, mucho menos en las condiciones tan polarizadas que vive el país. Tampoco se pueden lanzar tiros al aire cuando se sabe que un alto porcentaje de la población no lee, no infiere, no interpreta; hay que admitir que apenas si es analfabeta funcional, apenas si puede descifrar los signos.
Le salió muy caro el chistecito a Ricardo Alemán, pues todavía podría enfrentar un proceso legal: además de haber perdido todos sus espacios y programas, excepto el que tiene en propiedad en la red, su mayor pérdida es haberse quedado solo y su odio.
Ciertamente ha sufrido el linchamiento social, pero es sobre todo víctima de sí mismo y de sus canalladas.