Se dice comúnmente que el éxito o el fracaso escolar se explican por las aptitudes individuales de cada estudiante (“Fulano saca 10 porque es muy inteligente”; “Sutano reprueba porque es lento”). Según esta visión, cada quien es portador de determinados dones naturales que le hacen triunfar, o fracasar, en la escuela.
La investigación educativa ha demostrado, sin embargo, que esta explicación es, al menos, parcial y que los factores sociales juegan un papel decisivo en el desempeño escolar de los alumnos.
En Los herederos (1964), Bourdieu y Passeron demostraron que el desempeño de los estudiantes se relacionaba con el origen social: los buenos estudiantes provenían, por lo general, de las clases medias; en tanto que los estudiantes mediocres salían de la clase obrera.
La explicación de estas diferencias se halla en la cultura: en el proceso de socialización que experimenta durante la infancia cada estudiante en un medio social concreto, donde adquiere determinadas formas de capital cultural. Los hijos de obreros encuentran más dificultades para cumplir con los estándares de exigencia de la escuela, a diferencia de los vástagos de clase media que se desenvuelven en las aulas con mayor comodidad.
Esta diferenciación social se registra desde los primeros años de la escolaridad, como lo demostró Basil Bernstein en sus estudios sobre los códigos lingüísticos (1971). Según él, los niños de clase obrera poseen códigos restringidos que les dificultan el dominio del pensamiento abstracto; en cambio, los niños de clase media se apropian de él fácilmente.
En Estados Unidos, el reporte Coleman de 1966 arribó a la conclusión de que el sistema escolar estaba segregado (los blancos asistían a escuelas de blancos y los negros a escuelas de negros) y que la escuela reproducía las desigualdades sociales y raciales en la medida que los estudiantes de la mayoría racial —raza blanca— obtenían mejores resultados de aprendizaje que los alumnos provenientes de las minorías.
Dado este cúmulo de evidencias, cabe preguntarse: ¿Puede la escuela de alguna manera romper esta dinámica reproductiva de la desigualdad social?
La respuesta es inequívoca: desde luego, la escuela no es una entidad que funcione mecánicamente, como un aparato pre-programado: es una organización humana y, por lo mismo, autoconsciente, que aprende y se auto-corrige. Todo buen profesor sabe que, bajo la aparente homogeneidad de su grupo, subyace una realidad heterogénea y que, en realidad, toda pedagogía eficaz debe orientarse a enfrentar las diferencias.
En las últimas décadas ha tomado vuelo la llamada pedagogía de la diferencia (Perrenoud, 2008). La pedagogía de la diferencia no diversifica los fines educativos, lo que diversifica son los medios para alcanzarlos. Cuestiona la organización homogénea de la clase: “Es absurdo, dicen sus defensores, enseñar a alumnos diferentes la misma cosa, en el mismo momento y con los mismos métodos, hay que ajustar la enseñanza a las características de cada estudiante. ¿Qué características? Los conocimientos, las formas de pensar, las motivaciones, los modos de expresión y comunicación, los rasgos culturales y las características psicológicas.
Para ponerse en práctica, la pedagogía de la diferencia, demanda una organización escolar flexible, una didáctica dúctil, con diferenciación de contenidos, de estructuras, de materiales, de equipo, de procesos de trabajo y desemboque en productos finales diferenciados. En fin, sólo mediante un esfuerzo de innovación serio, la escuela podrá convertirse en una agencia no reproductora de la desigualdad, sino promotora de la igualdad.
El artículo fue publicado en Crónica