Nuestro país experimenta una desaceleración de su crecimiento demográfico, al grado que hay indicios para suponer que en un mediano o largo plazo se pudiera empezar a experimentar un declive de la población absoluta. Mientras en los años sesentas la tasa de crecimiento medio anual rondaba cerca del 4%, para la década presente no alcanza el 2% (INEE, 2018, p. 58). La disminución de la fecundidad y la mortalidad ha traído como consecuencia la reducción de la población en edad escolar: para el año 2015, la cantidad de menores de quince años “no sólo redujo su proporción [con respecto a la población total], sino que hubo una baja en términos absolutos de la población en este rango de edad” (INEE, 2018, p. 65). La población en edad escolar de 3 a 14 años ha tenido una disminución drástica al paar de representar el 36.3% de la población total en 1970, a constituir el 22.3% en 2015 (INEE, 2018, p. 66).
Es importante pues para el tema educativo considerar que las tendencias actuales, que difícilmente serán modificadas en las décadas más cercanas, traerán como consecuencia inminente un descenso marcado en la población de niños y jóvenes y, por ende, una disminución de la demanda del servicio escolar. En función del compromiso de los actores educativos (desde las autoridades hasta los maestros y los alumnos), lo anterior pudiera ser un arma de doble filo: por una parte, una ocasión para incrementar la calidad del servicio educativo, pero, por otra, una excusa perfecta para aligerar las responsabilidades –económicas, sobre todo– que la tarea educativa supone para el gobierno.
Es evidente que una de las repercusiones de la disminución de la población escolar pudiera ser el contar con grupos escolares más pequeños. Las autoridades gubernamentales ven con preocupación que la cantidad de alumnos por grupo vaya a la baja y, en consecuencia, no han dudado en fusionar grupos y hasta cerrar escuelas, ignorando que el estudio Infraestructura, mobiliario y materiales de apoyo educativo en las escuelas primarias. ECEA 2014 (INEE, 2016) concluye que casi uno de cada tres docentes (31%) de educación básica considera que su salón es pequeño en relación al número de integrantes de su grupo escolar. Conseguir que las aulas de los alumnos sean lugares con suficiente espacio para desarrollar las tareas con comodidad y además para albergar materiales didácticos, implicaría no tocar, en la medida de lo posible y a pesar de la reducción del alumnado, la planta docente con la que cuenta el país, así como la cantidad de escuelas y grupos. Evidentemente, lo anterior contravendría a algunas autoridades en sus políticas de racionalización del gasto, las cuales, curiosamente son aplicadas prioritariamente en servicios públicos y no en otras áreas a las que se destina el erario.
No existen evidencias contundentes de que los grupos reducidos tengan un impacto significativo en los resultados académicos medidos a través de pruebas estandarizadas: si bien se advierte “una relación negativa entre el tamaño de la clase y el desempeño académico de los estudiantes en América Latina con base en la prueba internacional PISA de 2012” (Botello- Peñaloza, 2016, p.106), este factor palidece frente a otros de mayor trascendencia como los ingresos o la escolaridad de los padres. No obstante lo anterior, parece que no hay duda en cuanto a los beneficios que los grupos más pequeños significan para el trabajo cotidiano, tales como estar en posibilidades de atender más fácilmente las necesidades individuales de los estudiantes (OCDE, 2016, p. 418) o llevar actividades que demanden la participación de cada alumno (Botello-Peñaloza, 2016, p.117).
La disminución de la población escolar podría facilitar la cristalización de un reclamo muy sentido por parte del profesorado mexicano: la retribución de las horas no lectivas, es decir, la valorización laboral y económica de acciones tan cotidianas y necesarias como el diseño de materiales didácticos o la preparación de clases, que normalmente son efectuadas fuera del horario escolar. La reducción de la población escolar propiciaría que muchas escuelas dejaran de funcionar en doble o triple turno, entonces habría disponibilidad de espacio y tiempo para ampliar el horario laboral de los docentes, agregando –y pagando, en consecuencia– su trabajo no lectivo. Lo anterior, de acuerdo con Dibbon (2004), reportaría múltiples beneficios en aras de la calidad del servicio ofrecido: retroalimentación adecuada de los procesos de los estudiantes, clases mejor planeadas, superación del aislamiento entre los profesores y disminución del estrés laboral y problemas de salud en los docentes, entre otros. Representa pues una población escolar más pequeña una oportunidad para que las labores no remuneradas de los maestros sean por fin consideradas dentro de su jornada laboral.
Considerar medidas como las expuestas en los párrafos anteriores sin duda impactaría favorablemente en el aumento del gasto por estudiante. La suposición es sencilla: si existen menos alumnos, es lógico que se gaste más en ellos. En 2015, de acuerdo con la OCDE (2017), México se encontraba muy por debajo del promedio de la organización en cuanto al costo anual de los profesores por estudiante en escuelas educación primaria pública: 1,040 dólares de nuestro país, por 2,848 de media de la OCDE. En términos de gasto total por alumno, México, con 1,387 dólares, se encuentra muy lejos de lo destinado por países como Luxemburgo y Suiza (21,320 y 19,052 dólares, respectivamente) para alumnos desde educación primaria hasta superior. Incluso sin aumentar el gasto absoluto, la reducción del alumnado podría significar el incremento de una medida relativa como lo es el gasto por alumno.
La disminución de la población en edad escolar debe ser vista como una oportunidad para mejorar la calidad del servicio educativo y no como una excusa para aligerar las responsabilidades que diferentes actores tienen con la tarea educativa. Si es real el compromiso de las autoridades educativas para procurar una educación de calidad, el declive de la población en edad escolar no deberá ser visto como una oportunidad para reducir el gasto, sino para conservarlo en la medida de lo posible y así impactar de manera favorable en la calidad de los servicios que se brindan. Como se ha visto, la reducción de la población estudiantil debe ser vista como una condición que favorecerá múltiples beneficios para la actividad escolar: grupos reducidos que propician trabajo ordenado y personalizado, inclusión de actividades del docente en su jornada laboral, mayor gasto por alumno y espacios físicos acordes y cómodos, entre otros. Es imperante, entonces, que las autoridades antepongan los intereses educativos a las políticas de racionalización del gasto público, sobre todo, en una labor tan importante como la educativa.
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REFERENCIAS:
BOTELLO-PEÑALOZA, Héctor. Desempeño académico y tamaño del salón de clase: evidencia de la prueba PISA 2012. Actualidades pedagógicas (67), 97-112. Bucaramanga: Universidad Industrial de Santander, 2016.
DIBBON, David. It’s about time!! A Reporto n the Impact of Workload on Teachers an Students. Terranova: Memorial University of Fewfoundland, 2004.
INEE. Infraestructura, mobiliario y materiales de apoyo educativo en las escuelas primarias. ECEA 2014. México: autor, 2016.
INEE. La Educación obligatoria en México. Informe 2018. México: autor, 2018.
OCDE. Panorama de la Educación 2016. Indicadores de la OCDE. Madrid: Santillana, 2016.
OCDE. Panorama de la Educación 2017. Indicadores de la OCDE. Madrid: Santillana, 2017.