Una lección para pensar y actuar…

Con especial agradecimiento a las maestras:  Rocío Acosta, Lysseth Castellanos y Laura Muñoz, por sus comentarios. Gracias. El día había llegado; y mi ...
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Con especial agradecimiento a las maestras:  Rocío Acosta, Lysseth Castellanos y Laura Muñoz, por sus comentarios. Gracias.

El día había llegado; y mi corazón no dejaba de latir apresuradamente, lleno de júbilo y algarabía. Todas, absolutamente todas las emociones recorrían mi cuerpo. Y es que tales sensaciones no eran para menos; mis padres, justo el día en que cumplía 18 años, me habían permitido salir de fiesta por la noche con mis amigos. ¿El lugar? era lo de menos. En los pasillos de la escuela escuchaba decir que aquel “antro” era uno de los más concurridos y, por obvias razones, mi mente no dejaba de imaginar todos los momentos que pasaría con mis conocidos. ¡Sí, nos divertiremos!

¿Un poco de alcohol? ¡Desde luego! El festejo lo ameritaba, así como también, una sonrisa coqueta por acá, y una más por allá. ¿Qué podría pasar? ¡Nada! Todos, a esta edad, somos picaros y coquetos por naturaleza.

Recuerdo muy bien que los minutos pasaban muy lentos. Más que nunca, deseaba que las horas pasaran muy rápido; sin embargo, el maestro de matemáticas nos tenía ahí atorados, en el aula. ¡Caramba, por qué no se apura y termina de una vez su clase! – Mi mente expresaba –. Y es que, cómo no sentir cierto aire de desesperanza si mi ropa aún no me la probaba. 

El timbre que anuncia el final de las clases sonó y, por primera vez, sentí que su sonido auguraba un viernes lleno de alegría y hermosos momentos. 

Corrí como alma que lleva el diablo; vaya, ni de mis amigos me despedí, pero sabía bien que, a las nueve de la noche, pasarían por mí, a mi casa. ¿Llevará Carlos el carro de su papá? – Me preguntaba –. La verdad de las cosas es que no le di mucha importancia. El punto era llegar a mi cuarto y arreglarme lo mejor que pudiera.

¿Ya llegaste? – Inquirió mi madre, quien ya se encontraba poniendo la mesa con su ya conocido ramito de flores al centro, y sus “famosas” servilletas bordadas –. ¡No, soy un fantasma! – Le respondí irónicamente –. ¡Déjate de juegos y vente a comer! – Me reclamó con cierto aire de “enojada” –. ¡Ya voy mamá, solo no olvides que hoy es el día, mi día, y comeré lo más rápido que pueda porque tengo que arreglarme! – Respondí sin hacer mucho caso a su expresión y mueca en la cara –. Caray, ahora que lo pienso creo que, en ningún momento de mi corta vida, comí todo lo que mi madre nos había preparado en tan solo cinco minutos. 

¡Listo! Ni un rastro de comida se podría hallar en mi plato; y de ahí, a mi cuarto. 

El baño, fue de lo más relajante y estimulante. Las gotas “calientitas” que caían de la regadera hacían que mi piel se erizara. Claro, la emoción estaba al tope; ya me estaba imaginando bailando en el centro de la pista de aquel “famoso” antro. Tarareaba, claro que tarareaba. Mi felicidad era inmensa; no cabía en mi recámara.

La ropa, el calzado, el peinado, el perfume, todo estaba perfectamente alineado. Estaba al borde del delirio y la locura, contando los minutos para que mis amigos llegaran. 

Quince minutos para las nueve de la noche, comenzó a latir con mayor fuerza mi corazón, creo yo, estaba a punto del infarto; y de repente, el “pitido” de un auto. Corrí hacia la puerta tan rápido como puede; vaya, creo que ni el mismo Usain Bolt me hubiera ganado. 

¡Ya me voy má, le dices a mi papá que lo veo más tarde! – Expresé, o más bien, le grité desde el pórtico de la casa –. ¡No llegues tan tarde, por favor, nos tendrás con el pendiente! – Expresó mi mamá con ese dejo de preocupación que siempre la caracterizaba –. ¡No te preocupes Carlos, Andrea, Juan y Alicia, estarán conmigo todo el tiempo! – Unas palabras, y la seguridad de mi regreso a casa –. 

Ya en el carro, recuerdo muy bien que Juan, viejo amigo de la secundaria, nos pidió que pasáramos a una de esas tiendas de conveniencia por un par de cervezas. ¡Claro, el motivo bien lo ameritaba! Así lo hicimos, compramos más que un par de latas y, ahí, fuera de la tienda, comenzaron los festejos. Risas, abrazos, felicitaciones, y la promesa de jamás separarnos. ¡Éramos amigos del alma!

Ya debidamente “animados” nos dirigimos al lugar reservado. Mis amigos y yo nos sentíamos los reyes del “antro”. La música, las luces, los chicos, las chicas, todos bailaban y brindaban por quién sabe qué cosas, pero ahí estaban. 

La pequeña mesa que nos asignaron no podía haber sido la mejor. ¡Carlos, ahora si te luciste, mira nada más qué mesa nos reservaste! – Expresé con una gran sonrisa en la cara –.

Lo que siguió, fue lo que cualquiera pudiera haber esperado en una fiesta de cumpleaños. Mucho baile, muchas sonrisas, muchos abrazos; vaya, felicidad le llaman. De repente, sentí la mirada de un par de chicos en la cara, muy guapos, por cierto. ¿Y su sonrisa? Provocaron en mí un calor extraño. No le di mucha importancia, sino hasta el momento en que se me acercaron. ¡Vemos que están festejando!, ¿acaso es tu cumpleaños? – Me preguntaron –. Afirme con la cabeza mientras le daba un tremendo trago a mi vaso –. ¡Pues muchas felicidades, déjanos invitarte otro trago! No sé por qué lo acepté; sin embargo, recuerdo que de un solo golpe lo tomé.

La euforia crecía y la felicidad era verdaderamente apabullante. ¡Vamos a fumarnos un cigarro!, ¿quieres venir con nosotros? – Mis “nuevos amigos” me cuestionaron –. ¡Sí, vamos! Bien a bien no sé por qué los acompañe, de hecho, para ese momento de la noche, mi cuerpo ya lo sentía un poco mareado. Imaginé, era por el alcohol que había tomado. No había sido mucho, pero pensé que alguien que no toma una sola gota de alcohol, más que la que nuestros padres nos sirven cada fin de año, lo sentiría de esa manera. 

La puerta por la que salimos daba a un oscuro callejón sin salida. Recuerdo que un frío intenso recorrió mi cuerpo. ¡Chicos, mejor me meto, aquí está muy oscuro y me da miedo! – Les expresé con cierto pánico y sintiendo una extraña sensación en mis adentros –. ¡No pasa nada!, ¿acaso no es tu cumpleaños?, ¡ven fuma un poco de hierba, vamos a festejarte como te lo mereces! – Me dijeron con cierto aire de ironía y sarcasmo –. 

¡No, no quiero!

Lo que pasó después me dejó sin aliento. Un fuerte golpe en la cabeza, mientras la cara se me partía por los puñetazos que recibía, me dejo al borde de la inconsciencia. Grité estrepitosamente para que alguien me escuchara, mientras ellos, de mi ropa me despojaban. 

Entre risas y valentonadas, desgarraron mi alma. Sí, aquella alma que, en sus 18 años de vida, no había conocido maldad alguna. 

Entre gritos y llanto, me preguntaba, ¿por qué a mí?, ¿qué es lo que habré hecho para merecer esto?, ¿por qué? Sí, ¿por qué?

¡Dale duro, mételo más fuerte, que se trague todo! – Fueron algunos de los gritos que logré escuchar de mis atacantes –. Yo lloraba, gritaba, mientras el otro miraba y se carcajeaba. 

Su aliento, alcohólico, y el olor que desprendía aquel cigarrillo, nauseas me causaba. Sin embargo, no podía hacer nada; mis manos estaban entumecidas y mis piernas, por una extraña razón, no podía cerrarlas. 

¡Dios, dame fuerzas! ¡Qué ya acabe esto! 

Y así fue; un piquete en mi vientre y un frío que recorría mi cuerpo, fue el anuncio de un final inesperado. Mis sueños, mis ilusiones, mi vida, ahí se iban quedando, entre cuatro paredes.

Sí, entre esas cuatro paredes que me recodaron, de golpe, lo corto de mi existencia y mi nombre.

Sí, mi nombre: Manuel; un chico que fue violado y asesinado por el simple hecho de ser hombre…

“De enero a septiembre de 2019, 2 mil 833 mujeres han sido asesinadas en México; sin embargo, de acuerdo con los datos del Observatorio Ciudadano Nacional de Feminicidios, solo 726 (25.6%) son investigados como feminicidios, mientras que los otros 2,107 asesinatos, como homicidios dolosos. ¿Ya te preguntaste qué pasaría si tales actos fueran una constante hacia los hombres?”

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