La reforma educativa de 2013 representó un golpe decisivo contra la corrupción en la educación. Esto ocurrió en varios planos distintos. El primero fue la gestión de plazas y nombramientos que, durante décadas, fue objeto de manejo arbitrario por parte de líderes sindicales y autoridades. Año con año millares de plazas se vendían, se rentaban, se heredaban, etc. y otros miles de trabajadores de la educación dejaban de trabajar para convertirse en “aviadores” o “comisionados” o bien para dedicarse a actividades totalmente ajenas al tema educativo.
No se puede decir que esas prácticas corruptas en esta esfera hayan desaparecido por completo, pero la reforma educativa —el Servicio Profesional Docente— tuvo un efecto determinante para disminuir su incidencia. Probablemente, la manipulación de plazas continúa, sobre todo en los estados que poseen estructuras de gestión débiles o donde las autoridades locales ceden ante las presiones ilegítimas de las secciones sindicales o se proponen atraer políticamente a los maestros.
Pero el plano más importante donde la reforma educativa se propuso incrementar la eficacia de la acción gubernamental —e implícitamente, disminuir la corrupción— fue en la esfera del gobierno del sistema educativo. Desde la fundación de la SEP (1921), la autoridad educativa actuó con casi total autonomía, sin obligación de rendir cuentas a la sociedad. Esto cambió en 2013. La reforma constitucional de ese año creó, por primera vez, una institución autónoma, con facultades para evaluar con rigor las acciones —políticas, programas, proyectos— de quienes gobiernan el sistema en el nivel federal y en el estatal e informar a la sociedad.
Esa institución autónoma es el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) al cual la ley otorga la facultad de evaluar componentes, procesos y resultados —es decir, prácticamente, cualquier aspecto— del sistema educativo.
El INEE no es un órgano que fiscaliza el manejo del dinero educativo, pero es una institución contrapeso de la autoridad educativa y su acción hace o hará posible que haya transparencia en el desarrollo de políticas y programas. Los desaguisados en el diseño, desarrollo y resultados de los programas gubernamentales (federales y estatales) son bien conocidos, aunque nunca han sido documentados de manera sistemática (no obstante, en la perspectiva de uso de recursos la Auditoría superior de la Federación ha informado, año con año, de los casos, frecuentes, de malversación del dinero educativo)
La reforma educativa acabó con los aviadores, con los comisionados, con los “licenciados” crónicos, con la simulación en el trabajo, con los vicios de orden laboral que durante muchos años prosperaron en el sistema educativo. No más simulación. El criterio universal para ingresar, promoverse, acceder a estímulos y recibir reconocimiento es el mérito profesional y este principio se constituyó en tabla rasa que garantiza que se gratifique a quien lo merece y que impide cualquier forma de simulación en el trabajo.
En estricto sentido, la reforma educativa es un conjunto de acciones diversas de tal modo que es imposible evaluarla, o juzgarla, como un todo. No obstante, todos sus componentes deben someterse a evaluación y revisión y, desde esta óptica, hay que reunir todas las evidencias existentes y poner en la balanza, por ejemplo, al Servicio Profesional Docente que, en mi opinión, debe corregirse y mejorarse.
Lo que carece de todo sustento lógico, político e histórico, es “derogar la reforma educativa”, porque es materialmente imposible hacerlo (la reforma ya se hizo) y porque esa idea, correctamente interpretada, significa volver hacia atrás la historia, reestablecer la corrupción, dar carta de legitimidad, una vez más, a los pillos que han saqueado durante décadas al sistema educativo y echar abajo un sistema de gobernanza de la educación que creó, por primera vez, contrapesos ante la autoridad.
Artículo publicado en Crónica