Varios comentaristas, y el mismo titular de la Secretaría de Educación Pública (SEP) en estas páginas, se han referido con alarma a los anuncios electorales de “cancelar”, “revertir” o “suspender la reforma educativa”. Sostenemos que no hay una única reforma, así que mejor hablar de transformación educativa, que es un continuo.
Además de brindar ocasión para examinar lo que se ha alcanzado y lo que falta, de mapear dónde hay atorones, rezagos o implementación deficiente, el debate promete. Del lado técnico, nos empujará a detallar las razones por las cuales perder el impulso, parar sin más los procesos centrales del cambio educativo actualmente en marcha, significaría un retroceso de graves consecuencias sociales para la generación joven en México.
Pero también el ángulo político es crucial; acá no es tanto arena de los técnicos, sino de los rudos. La trifulca que se comienza a dar —y que escalará— entre los candidatos en este tema, reitera la centralidad que tiene la educación para el proyecto social: no es ya aceptable que un candidato a la presidencia en México carezca de una propuesta educativa clara, sólida y viable.
El contraste de las ofertas distintivas de los candidatos debe ilustrar la discrepancia que tengan entre sí sobre cómo dar los pasos siguientes; qué sigue después de lo concretado en estos años en la transformación educativa. Los electores deberemos juzgar para optar por una de entre las versiones discrepantes en la solución, pero no en si hay un problema.
La reforma a la Constitución y las leyes realizada en 2013 —y aquí coincido con Carlos Ornelas— no era tanto así como inevitable; por el contrario, era sumamente improbable, y requirió de especial resiliencia de parte de quienes propusieron los cambios. Hay un gran mérito en la convergencia de los partidos —el llamado Pacto por México— que llevaron el nuevo marco jurídico a debate y aprobación. Meritorio fue que, anticipadamente a ello, el equipo de transición asumiera con seriedad la demanda que recibió de la sociedad civil para instaurar cambios significativos en la profesión docente y la evaluación, en empujar un enfoque pedagógico más activo y en el empoderamiento de las familias para participar en las escuelas.
¿Los tiempos estaban maduros? Tal vez. ¿Fue elocuente e intenso el emplazamiento de la sociedad civil? Sin duda. Pero también las resistencias se avizoraban formidables, y hay que conceder el reconocimiento a la “voluntad política” de quienes, desde el lado oficial —en el Ejecutivo y en el Legislativo— dieron el paso.
La mayoría de las claves de la transformación educativa que nos ocupa en el presente en México surgieron de la sociedad, y toca a ella resguardarlas ahora. No sólo a ella; es claro que la SEP debe apurar el paso para afianzar procesos y presupuestos antes del cambio de Gobierno. Le toca a los Estados, tanto y más que a la Federación, ejecutar los mandatos de la Ley General del Servicio Profesional Docente; no puede el presidente actual o futuro “detener”, “cancelar” y demás verbos mórbidos lo que es obligación constitutiva del poder de los estados libres y soberanos de nuestra república. Le toca al Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación y a la Suprema Corte de Justicia señalar, controvertir y zanjar los incumplimientos de la ley, o los amagos de dejarla sin efecto; precisamente para eso es su autonomía, y el diseño para que quienes encabecen ambos cuerpos no estén sujetos a la caducidad sexenal del Ejecutivo Federal, una medida de protección a los derechos de los ciudadanos.
¿Hay que ajustar elementos, según lo que marca la experiencia de estos pocos años? Claro que sí. Ahí es a donde nos debe llevar el debate. Exigido por los reporteros, un aspirante a secretario de educación dijo que no se va a “revertir” lo reformado, sino más bien a “someter a consulta”. Un (pre)candidato dice que se va a garantizar la certeza laboral y la profesionalización de los maestros, mientras otro subrayó que se debe equilibrar el esfuerzo e inversión en la evaluación docente con la formación, hoy desatendida y subfinanciada. Todavía hay mucha ambigüedad, pero ya vamos, por acercamientos sucesivos, llegando a los puntos realmente significativos del debate sobre la educación nacional.
¿Es pura estrategia, engaña pero no se engaña a sí mismo quien promete cancelar? ¿O es sincero, pero ignora el amarre normativo de lo que promete suspender? ¿Es todo cortejo a los maestros como votantes, la oferta de remover preocupaciones para su vida profesional y laboral, y se deja para después cómo lidiar con la desilusión ante la imposibilidad de cumplirles? Ya veremos. Pero consolidar, que quiere decir arraigar y corregir, con detalle y con razones objetivas, técnicas y verificables, eso sí hay que prometer. Prometerlo a nosotros mismos. A los niños que ni votan, ni queman camiones, ni firman decretos.