El cierre de las aulas por la pandemia de Covid-19 ha agravado la exclusión educativa que ya estaba presente en nuestro sistema escolar. Lo que ya de inercia suele ser tardío y escaso, con el presupuesto proyectado por Hacienda para 2021 se puede empobrecer aún más, e incluso desaparecer si el PPEF se vuelve –por la magia del botón apretado en la Cámara de Diputados– el PEF, el Presupuesto de Egresos de la Federación.
Nos pone en la orilla del precipicio que las y los diputados no hagan su tarea, no revisen los derechos de niñas, niños y jóvenes como criterio de su actuar, y acaben perpetrando un atentado contra la equidad y la inclusión. Si fijamos la mirada a las y los estudiantes con discapacidad, el atraco puede ser más doloroso, más devastador y más despiadado.
Pueden ser originadas por alteraciones en cromosomas, o a resultas de enfermedades o accidentes; pueden ser temporales, alargadas o permanentes, pero son compañeras de nuestra vida y presencia constante en toda la humanidad. Todas las personas estamos expuestas a vivir con disminuciones o alteraciones en el despliegue típico de nuestras capacidades físicas, emocionales y cognitivas. Somos sujetos de condiciones de discapacidad.
Hay condiciones de discapacidad que vienen de graves lesiones, o que involucran muchas dimensiones, poniéndole retos muy importantes al desarrollo de niñas y niños; unas son más visibles o relevantes según el contexto o el tipo de actividad en la que participen en un momento dado. Por ejemplo, la miopía pudiera ser inhabilitante en algunos casos, pero como demuestra la experiencia de, literalmente, cientos de millones de personas, con ciertos ajustes y cuidados, y unos sencillos auxiliares como los lentes, se vuelve irrelevante el rango disminuido con respecto de la visión típica en otros compañeritos.
En sí y por sí, las condiciones de discapacidad no son barreras al aprendizaje y la participación (BAP). Las famosas BAP no ‘están’ en las y los pequeños; justamente están fuera de ellos y se las topan, les afectan, les limitan. Las condiciones de discapacidad no son BAP, las actitudes personales sobre la discapacidad sí pueden serlo. Más aparatoso, las políticas públicas de educación, y en ellas el presupuesto –sobre todo, cómo se ejerce, con qué criterios, con qué eficacia– sí pueden ser BAP, algunas de las más altas, hostiles y despiadadas.
La educación a distancia ha generado nuevas formas de exclusión por las limitaciones de la cobertura y acceso a las señales de TV o internet, pero sobre todo por la ausencia de un modelo efectivo de aprendizaje a distancia. El ‘ajuste razonable’, que es la base de la educación que es derecho de todas y todos, y que en distintas condiciones de discapacidad debe actualizarse, ha sufrido un revés mayúsculo en las decisiones de alto nivel. Con la idea de mandar contenido para las mayorías y cubrir el plan de estudios, en lugar de replantearlo y revolucionarlo para que no sea impertinente e irrelevante ante lo que vivimos, la programación le dice poco, literalmente, a niñas y niños sordos, ciegos o débiles visuales, y sobre todo deja fuera a los miembros de la generación joven con condiciones de discapacidad intelectual. El sistema de ver televisión cinco días y llenar ‘copias’ con ejercicios está profundamente lejano a lo que necesita una persona que vive con una lesión cerebral, que tiene los ritmos peculiares del síndrome de Down o navega con las complicaciones del espectro autista.
La escuela –la llamada ‘escuela’ regular, con la asistencia de unidades de apoyo, o los Centros de Atención Múltiple, planteles con especialistas– era refugio y plataforma de lanzamiento para miles y miles de niñas y niños con discapacidad. Mucho se ha logrado, en forma rayana en lo heroico, por sus madres y abuelas, por padres, hermanos y primos, por las y los maestros de las unidades de apoyo o del CAM que han hecho materiales especiales, visitas domiciliarias, todo tipo de puenteos, invenciones o adaptaciones para que los chicos no se queden abandonados a su suerte. ¿Con una inversión adicional, un subsidio de emergencia, una ampliación de partida? Claro que no, no me haga reír.
La ruptura de la interacción con tu grupo y tu maestro hace que niñas y niños de todo México se marchiten y languidezcan ante el ojo de cíclope de la tele. A eso no le hemos invertido. Le vamos a poner 450 millones –dijo el presidente– al trato con las televisoras. ¿Y para los servicios a condiciones de discapacidad? No, a eso no.
Nosotros decimos que el PPEF 2021 debe ofrecer un nuevo diseño, un ajuste mayúsculo que asegure la restitución de los derechos de millones de niñas y niños. En el colmo de la insensibilidad, se le recorta 22 por ciento al Programa S298, Atención de Planteles Federales de EMS con Estudiantes con Discapacidad (PAPFEMS); adiós a infraestructura adaptada, equipamiento ni acciones de fortalecimiento. ¿Quitarle a los poquísimos jóvenes con discapacidad que llegan a bachillerato? Sólo un botón de cómo se hizo el PPEF 2021, que debe ser denunciado como una afrenta, algo de lo más detestable que se haya visto. Escribamos a nuestros diputados y diputadas, a la Comisión de Educación de Derechos de Niños y Jóvenes, a la de Presupuesto. No le pongan barreras a quienes más necesitan que les allanemos el paso: tengan un poco de congruencia.