#NiUnaMenos

Horror y tristeza. Tristeza y horror. Indignación, rabia, dolor. ¿Qué se puede decir tras la tragedia que se llevó a Fátima, la niña de siete años? ...
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Horror y tristeza. Tristeza y horror. Indignación, rabia, dolor. ¿Qué se puede decir tras la tragedia que se llevó a Fátima, la niña de siete años? Antes Ingrid. Después Nohemí. Las mujeres, en todas sus edades, acosadas, perseguidas, en riesgo.

No es un problema escolar, o mejor: No es sólo un problema escolar; es un problema social, es una amenaza a la convivencia cotidiana, al elemental sentido de seguridad, a la básica garantía de integridad física. Estamos luchando por nuestras vidas, por las vidas de ellas, en especial. Es el problema de todas y de todos. Aunque duela, debe ser tema constante de pensamiento –no de saturación de imágenes y de informaciones que no suman–, sino de reflexiones y propósitos.

No lancemos culpas sin saber, sin considerar. Lo primero que se necesita, y que no queda claro en la mayoría de las declaraciones, es el derecho de las víctimas y sus familiares. ¿Tienen ya todo el apoyo? ¿Se llegó al elemental pésame y cuentan con el acompañamiento para sobrellevar las largas jornadas que vienen por delante? ¿Venía al caso difundir desde la autoridad los elementos de investigación previa, que ahora lanzan una mancha sobre el genérico “familia” que es fácilmente juzgado, tan como a la ligera se hace con la escuela a la cual asistía Fátima?

Y las compañeritas y compañeritos, ¿ya tienen el respaldo de psicólogos y pedagogos? Leí que en la escuela a la que Fátima acudía se pide ahora credencial para “entregar” a las y los estudiantes, pero ¿se les atiende para que expresen sus sentimientos en procesos de espacio seguro?, ¿hay atención profesional al respecto? En el terremoto de 2017 dijimos “antes niños que ladrillos”, para hablar de la necesidad de contar con espacios para la contención, la empatía y la elaboración del duelo. Ahora decimos: “sí protocolos, pero antes atención a la comunidad”.

Cuidemos a niñas y niños. Pero cuidemos también lo que ven y oyen, las conversaciones y lo que pueden ser juicios temerarios de nosotros, las y los adultos. No vemos los millones, literalmente, de eventos en los que maestras y maestros se quedaron a esperar a la familia y acompañan a las niñas más allá del horario oficial. Y juegan y platican. Y comparten hasta su propia comida, el tóper de fruta, el agua y el jugo. De cómo los consuelan, los animan. De cómo les ayudan a aprender a amarrarse las agujetas, a sonarse la nariz, a esperar su turno en la fila o en el uso de la palabra. De cómo los maestros arriesgan cuando hacen llamadas y visitas a las familias para ver qué pasó con las ausencias, si la niña está enferma, si después de un estallido de violencia familiar se quedaron con la abuela o la hermana mayor. De cómo las maestras llegan tarde por sus propios hijos, porque debieron esperar a padres que no llegaban a recoger a los niños que son sus alumnos. No seamos injustos: la inmensa mayoría de maestras y maestros en México van más allá de su deber oficial en el resguardo de nuestros hijos.

Es una necesidad y una oportunidad para trabajar con toda la comunidad educativa, cuyo centro es la comunidad escolar. No pueden madres y maestras culparse mutuamente de negligencia y pensar que ésa sea la base de la conversación y los acuerdos. Tiene que ser el aprecio mutuo, y la confluencia de responsabilidades. Puede ser un sistema de mensajes electrónicos y llamadas. Pueden ser comités de madres y padres que observan y facilitan la salida. Puede ser la coordinación con las autoridades de seguridad y las procuradurías de protección, así como las comisiones de búsqueda. Puede ser la comunidad de vecinos incluidos en la estrategia. Pero si no eres parte de las decisiones, difícilmente seremos parte de las soluciones. Si sólo llega desde arriba y desde afuera, el mejor protocolo no tiene esperanza de cobrar realidad.

Un último punto es la participación de las propias niñas y niños. En este punto, como en todo lo que les concierne, es imperativo escuchar su voz, y hacerlo desde una visión de política pública, no de la anécdota y la ocurrencia. Escuchemos lo que sienten y piensan, lo que observan, lo que les hace sentir seguros o no; no los apabullemos como objetos de protección, meros destinatarios de las medidas y no protagonistas. Imaginemos si se sentirán seguros si el mecanismo –nunca mejor dicho, algo mecánico– sea que los suban a la media hora a una patrulla. Necesitamos pensar en ellas, las niñas, y sobre todo, con ellas, cómo hacer realidad #NiUnaMenos.

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