La acumulativa trayectoria de malas decisiones en educación tiene consecuencias negativas que se apilan y, en ocasiones, se potencian: los males no sólo crecen aritméticamente sino exponencialmente. De varios años malos (dos, y luego otros dos, y otros dos, y los terribles últimos dos) se hace una hilera de ocho por debajo de lo que era legítimo esperar del gobierno federal en la implementación, pero los efectos devastadores se proyectan en un cono de décadas de empobrecimiento, injusticia y despojo en el desarrollo de generaciones.
Se puede hacer una sesuda historia de diseño de políticas educativas y cambios administrativos y normativos desde la Federación. De hecho, las hay, muy buenas, desplegadas por colegas académicos de enorme valía. Hay en cambio pocas y parciales, también rigurosas, pero no exhaustivas, sobre la implementación de las políticas educativas, lo que ya es materia distinta, relacionada a la primera, pero con un naturaleza muy propia: la terquedad de la realidad que no embona sin más en la teoría de los textos que los gobiernos federales suelen hacer. Casi nada, a veces casi etnográfico, narrativo, a veces rayando en el panfleto o la novela, hay sobre la experiencia final en niñas, niños y jóvenes.
En los mencionados tres niveles -lo que los documentos postulan, lo que se ejecuta en la práctica, lo que les pasa a los estudiantes en sus personas y sus oportunidades- los gobiernos mexicanos, en educación, son fecundos e intensos productores de deseables: para argumentar el deber ser se pintan solos. La administración que les sucede, o hasta sus colegas de la siguiente etapa -porque llevamos tres sexenios al hilo en el que los secretarios nos duran como dos años y, efectivamente, bastante menos- desmienten las bondades enunciadas por sus ancestros civiles, porque se encargan de producir nuevas y floridas estrategias, incluso siendo de la misma administración, representando la misma opción partidista o al menos, supuestamente, el mismo Plan de Desarrollo.
En cambio, a la hora de ejecutar, los compromisos políticos, la falta de oficio, la ambición, a veces hasta un talante violento y autoritario, o bien indeciso y pusilánime, de la figura en el vértice de la SEP, dejan malheridas a las intenciones, y se adapta, se simula, se queda a deber. El segundo nivel se tambalea, hace agua por múltiples puntos. En el tercer nivel, en lo que viven los destinatarios del sistema, quienes debieran ser razón última y juicio definitivo de éxito, no es infrecuente que los bandazos y ocurrencias se traduzcan en hastío, abandono y, en el momento actual, hasta despojo de lo poco que tenían, en nivel tan elemental como la comida en la escuela.
En estos días pasados, la SEP anunció diversas reglas para la conclusión del ciclo escolar que incluyen la medida de que la calificación final no puede ser menor a seis. Todos pasarán de grado, una promoción inmediata finalizada a no agravar la inequidad, no favorecer el abandono y ampliar las posibilidades al establecer el primer bimestre del siguiente ciclo escolar como periodo extraordinario de recuperación. Me consta la seriedad y solidez de los funcionarios que trabajaron en este acuerdo secretarial, de su legítima preocupación por la reprobación y repetición que, en la práctica, son una condena diferida de expulsión del sistema para las y los estudiantes que reciben esas boletas. Me consta también que los funcionarios mayores apenas si lo leyeron, no hicieron un trabajo de análisis, no tomaron en serio alternativas, no se dieron permiso de escuchar; que la pedagogía como tal les es soberanamente ajena, aunque trabajen supuestamente por la educación, que las aflicciones sociales diferenciadas que plagan el país les aturden y mejor se encierran a hacer nada en sus oficinas; que sólo dan pábulo y espacio a sus ambiciones políticas y a las apariciones en video y asistenciales.
Muchos críticos han sido vocales en términos no de lo que se quería propiciar, sino en términos de qué va a resultar en la práctica. Emana clasismo, soberbia, ‘capacitismo’, y la nariz arrugada de las buenas conciencias si el agravio es: “los van a hacer mediocres si todos pasan; de por sí, flojos como sus padres, nunca se van a superar si les evitan las consecuencias de su incapacidad, los acostumbran a la dádiva; no hay esfuerzo y así este país no hay cómo progrese”. No me extiendo, pero es una visión antipedagógica, insolidaria y violenta.
Nosotros lo denunciamos desde muy otro lugar. ¿Qué sentido tiene poner seis o diez cuando los parámetros son tan vagos e impertinentes tras dos años de aulas cerradas? ¿Por qué la SEP no se esforzó en una evaluación diagnóstica universal, que asegurara las acciones extraordinarias desde el inicio, y no al término del ciclo escolar? ¿Cómo se atreven a pedir más jornadas de tiempo, cuando destruyeron más tiempo por jornada? Aquí lo que agravia es la simulación, una supuesta solución que no es tal, sino patear el bote, transferir el problema de regreso a los docentes y las familias, socializar las pérdidas de malas decisiones individuales. Una injusticia en contra de los alumnos, un fraude. Y por ello, no vamos a callar.