En el universo docente el disenso es un tabú.
Abunda, eso sí, un pensamiento reduccionista: “quien critica no quiere trabajar”; “quien difiere es un negativo”; “quien señala es un revoltoso”. Por el contrario, quien aplaude, quien agacha la cabeza y quien muestra docilidad, es un “buen elemento”. Por supuesto, muchos de los ascensos, de las plazas y de los puestos clave son producto de todo lo anterior.
Hemos olvidado que la crítica no es una reticencia al trabajo, sino una aportación al trabajo mismo. Se cuestiona porque es vital para corregir errores. Se disiente para motivar la reflexión y se señala para fortalecer y entender la praxis docente.
En su libro autobiográfico Mal de escuela, Daniel Pennac dilucida: “la cabeza de los profesores está saturada de porvenir”. Para el escritor francés, los maestros de grupo siempre están pensando en el futuro, anticipándose al presente de sus alumnos.
De ser cierto lo que dice Pennac (hasta ahora no he visto a alguien que lo refute), no existe razón lógica para ignorar las quejas de un profesor, puesto que nadie mejor que él conoce el salón de clases. La alergia a la crítica de un docente, entonces, no proviene de la razón, sino de la ineptitud.
La vida diaria de cualquier ser humano es un desfile constante del sí y del no. Para tomar decisiones es preciso ejercer nuestra capacidad de crítica. Desde las más simples, hasta las complejas. Es tan necesaria que hasta en el perfil de egreso de Educación básica, una de las exigencias es que el alumno posea un pensamiento crítico. Algo imposible si el profesor no lo ejerce. Si el maestro no es crítico, sus alumnos difícilmente lo serán. Es tan absurdo como el anhelo de que los niños se conviertan en lectores, sin que el maestro lo sea.
Desde que tengo memoria (provengo de una familia de profesores), la cadena de mando dentro del ámbito educativo (cuando menos en el público) opera libre de toda crítica y con un diálogo unidireccional.
Mucho tienen que ver los 80 años del PRI, los 12 años del PAN y los incontables dirigentes sindicales encumbrados sin merecerlo. Fueron ellos quienes heredaron jefes infalibles, reluctantes e inflexibles, que en el membrete suenan muy bien, pero que a las escuelas no le sirven para gran cosa.
Para este tipo de funcionaretes (porque eso son y son los más), todo lo bueno viene de arriba. Lo malo, de abajo. La voz del docente, que lleva implícita la de los niños y de los padres, rara vez es escuchada. A lo mucho llega al director. Tal parece que escuchar al profesor está prohibido.
La estructura organizativa de la educación en México es como una pirámide invertida cuyo filo cala, día a día, el hombro del docente: El secretario ordena sus subalternos, quienes dispersan la orden. Pero la orden se tergiversa y muta. Cuando llega al profesor, a la orden inicial se le ha aumentado todo lo que se le haya ocurrido a la cadena de mando. Pocos cuestionan. Si lo dice el jefe “se debe hacer y punto”. “Porqué. Porque sí y punto”. “¿Y si está mal? Es porque no quieres trabajar. Punto”.
Las pilas de evidencias, hojas de cálculo, fotografías, videos, webinars, cuadernillos impresos, rotafolios y hasta exigencias del uniforme escolar, que los docentes deben solicitar a los padres en plena fase de 3 de la pandemia, constatan la docilidad a las órdenes superiores, pero también, evidencia el poco interés de las autoridades para saber qué ocurre y qué necesitan en el primer frente de la educación mexicana: el salón de clases.
La sorda cadena de mando cumple su cometido de exigir, exigir y exigir, pero sin escuchar. Leo propuestas, opciones e ideas de docentes por todos lados. Las redes sociales, los foros y las páginas donde confluye la opinión de profesores han abierto un inmenso abanico de oportunidades. Pero la cadena de mando es inamovible: exige y ya.
Y que el docente se las arregle como pueda. Por supuesto que el docente se las arreglará. Siempre ha sido así.
La cadena de mando obtendrá las cifras que espera, los datos que requiere, los aplausos que ansía. Lo que ocurra en el salón de clases, dirá, puede esperar.