En estos días estamos observando un tragicómico capítulo que se ha armado en la UNAM con el “desfase en el proceso de calificación de los exámenes de asignación que impactó a 11 mil 51 aspirantes” a una de las dos opciones de bachillerato que ofrece.
La casa de estudios se vio obligada a pedir una disculpa, particularmente a los candidatos y a sus familias que resultaron afectados. Tras una segunda revisión de los exámenes, centenares de muchachos consiguieron su entrada.
Habrá que reconocer la honestidad y hasta la valentía de la Universidad al admitir su equívoco, asumir las consecuencias y emprender acciones para corregirlo, aunque también es legítimo y válido preguntarse si será la primera ocasión que ocurre un “desfase” de tal tipo y magnitud en ésta o en otras instituciones.
De cualquier manera, el asunto será llevado a las Naciones Unidas, según anunció el sábado 19 de agosto la maestra Luz Arriaga, de la Facultad de Economía de la UNAM.
Este “socavón” abre la oportunidad de cuestionar la pertinencia de los exámenes escolares, y su vigencia como instrumento de selección y evaluación en los diferentes niveles educativos precisamente en términos de confiabilidad.
Y es que en muchos casos los exámenes se han convertido en una instancia de segregación, en fuente de frustraciones para millares de estudiantes. Además de un pingüe negocio, cuyas ganancias benefician a infinidad de instancias y personas, en detrimento del presupuesto familiar.
De la inutilidad de los exámenes un argumento sin duda es el que se echen las campanas a vuelo (incluyendo la de Gauss) cuando únicamente tres aspirantes entre decenas de miles “acertaron” a todos los reactivos o preguntas. El tema, desde luego, tiene diversas lecturas, pero algo está fallando ahí: los exámenes están mal hechos o los estudiantes están mal preparados, o simplemente están casi en la ignorancia total, lo cual apunta a severas deficiencias pero también simulaciones.
Dos de mis alumnos explicaban el hecho de reprobar su examen de ingreso a la Universidad, y también aquellos con los que tropiezan en el bimestre o semestre, diciendo que “preguntan lo que uno no sabe” y/o lo que precisamente se le olvida al momento de hacer “la prueba”, conocimientos que casualmente regresan a la memoria como una enceguecedora luz en cuanto el sustentante entrega la hoja o cruza la puerta rumbo a la salida.
Desde la perspectiva de las neurociencias, Sugata Mitra (2016), ingeniero que trabaja en la Universidad de Newcastle, explica: “Si le preguntas a un estudiante qué le pide el cuerpo durante un examen, su respuesta será: salir corriendo. El estrés le lleva a pensar que no es el momento para las grandes ideas”.
Precisa que “los exámenes son percibidos como una amenaza y, por tanto, la creatividad se bloquea”. Esto es así porque el cerebro reptiliano tiene como función “decidir en cada momento si luchar o volar —escapar ante una situación—. (…) Cuando siente una amenaza apaga otras partes del cerebro como la corteza prefrontal, que juega un papel primordial en la coordinación de pensamientos”.
Una de las expresiones más evidentes de la escuela digamos “tradicional” son los exámenes escritos como instrumento para medir los conocimientos alcanzados por los alumnos en cierto periodo, y como fórmula para definir el ingreso a determinadas instituciones. En todo caso, es evidente que son ya obsoletos e inoperantes, pues inhiben la creatividad y por lo tanto sus resultados no son justos ni confiables, de acuerdo a estudiosos de las neurociencias; adicionalmente generan frustraciones y angustias innecesarias entre los sustentantes.
Así también, al ser estandarizados favorecen a quienes tienen un mejor nivel de vida socioeconómico en virtud de su acceso a más fuentes de conocimiento, y hasta la facilitad para el pago de atención y asesoría particulares, con lo cual lejos de hacer de la educación un elemento de movilidad, ascenso y mejoramiento, los exámenes acentúan y ahondan las diferencias. Es decir, en lugar de ser factor de justicia la obstaculizan.
La propia OCDE (2009) señala que “las investigaciones sobre el cerebro indican cómo la crianza es crucial para el proceso del aprendizaje y están comenzando a dar indicaciones acerca de los ambientes apropiados para éste”. Entre los factores cotidianos que llevan a un mejor funcionamiento del cerebro cita la calidad del ambiente social y de las interacciones, la nutrición, el ejercicio físico y el sueño, que evidentemente tienen un mayor y mejor nivel en los sectores económica y socialmente más favorecidos.
Frente a los exámenes, los alumnos o aspirantes no estudian para aprender sino para aprobar, obtener una calificación o conseguir un lugar, que no necesariamente logran los más aptos sino los que tienen una mejor memoria, y además los recursos para pagarse asesorías particulares. Y no es que memorizar sea reprochable; por el contrario, memorizar es una de nuestras principales funciones para la sobrevivencia y para atender los asuntos cotidianos. El asunto es que en el caso de los exámenes escolares los aprendizajes se quedan en la memoria a corto plazo, podríamos decir que en la superficie.
Y en cuanto a los exámenes de admisión, se convierten en competencia de resistencia física, de capacidad memorística y de recursos económicos. A los maestros, en su caso, los proveen de una guía acerca de los contenidos para que le “macheteen” con miras a la evaluación.
Leemos en Milenio (2017):
Lesthat Manelick Martínez López, quien aclara que no es superdotado y hace “lo mismo que los otros”, logró la puntuación perfecta en el examen de ingreso a la licenciatura de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM): 120 aciertos, ni un solo error.
Ulises Yered Flores García, Brenda Leal Peralta, Aristeo Efraín Valadez Montero y Alondra Díaz Andrade obtuvieron 119 aciertos, uno menos que Martínez López.
Para aprobar el examen los cinco estudiaron entre 12 y 14 horas diarias…
Por otra parte, no se conocen evidencias, ni en favor ni en contra, de que quienes obtuvieron altos porcentajes en un examen de ingreso tengan un alto nivel de desempeño una vez que pasaron esa etapa, precisamente porque pocas veces hay un seguimiento puntual. En incontables ocasiones los sustentantes quizá conozcan, en el mejor de los casos, en cuántos reactivos acertaron y en cuántos no, pero se quedarán ignorantes acerca de en cuáles erraron y en los que por lo tanto tendrían qué trabajar para mejorar sus conocimientos.
Sin duda acercarse a las investigaciones en el terreno de las neurociencias implica una buena alternativa para ser considerada en estos procesos de selección. Además, aplicar el sentido común y el de justicia, por supuesto, que se reducen a una simple ecuación: no se puede medir con igual rasero a los que son desiguales, pues resulta tan absurdo como pretender que los cuatro lados de un rectángulo tengan la misma longitud.