El martes se dieron a conocer los resultados de PISA (Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes), el ejercicio que evalúa habilidades y conocimientos en jóvenes de 15 años cumplidos, y en el cual participan 79 países. Se realiza una muestra representativa del país –y en algunos casos de sus estados o provincias– y los resultados se reportan típicamente con tres métricas: promedios nacionales en los dominios de lectura, matemáticas y ciencia (= puntaje); el ordenamiento de posición relativa según los participantes (= lugar en el ‘ranking’) y la distribución de resultados en niveles de logro (= porcentaje de alumnos en niveles 0 y 1, o “por debajo del mínimo esperado”).
PISA no es una “prueba”. Aunque incluye un instrumento de demanda compleja estandarizada, es decir, un test, no se reduce a eso. Se publican tres gruesos volúmenes, con referencias que incluyen el contexto socioeconómico de los estudiantes que formaron la muestra y factores asociados identificados en sus escuelas a través de los ojos de sus directores. Vale la pena estudiarlo todo, para no hacer interpretaciones superficiales, catastróficas o halagüeñas. La política pública debe construirse desde la evidencia, no desde el prejuicio; la evaluación se convierte en “formativa” sólo cuando los resultados se usan efectivamente para ajustar las intervenciones; es para cambiar procesos y prácticas, más que poner etiquetas.
A los funcionarios les da frecuentemente un gran respiro: “esto no lo hice yo; fueron los de antes”. Pero rara vez dicen: “de lo que sigue soy yo responsable”. Así quiero interpretar la declaración del secretario Moctezuma, cuando este martes afirmó frente a los medios que justamente es el logro de aprendizaje lo que define el valor del sistema educativo. Ahora el que está a prueba es él y su equipo.
México tiene resultados publicados desde 2003, y parecen el electro-encefalograma plano de un paciente que ya se nos fue. Los resultados de México no son buenos. No sólo el promedio general es plano, sin cambios significativos, sino que permanece la exclusión más chocante, que es estar incluidos en la escuela pero excluidos del aprendizaje: 45 por ciento de los estudiantes no alcanzan el mínimo aceptable en lectura y 56 por ciento en matemáticas; menos del uno por ciento de la muestra alcanzan el nivel 5 o 6 o “destacado” en alguno de los dominios evaluados.
Las variaciones son mínimas y no significativas… hubo una tenue mejora primero en lectura, luego en mate y ahora se puede ver un avance de caracol, el aumento de dos puntitos en el promedio en cada edición, en ciencia.
Puede decirse, en todos los casos, “fue el Estado”. Los jóvenes cambian en su demografía y en sus ritmos, pero los resultados no. No puede haber una valoración real si se corta de tajo cada seis años con todo lo anterior, y se empieza de nuevo sin dejar que la implementación de normas y programas maduren.
A reserva de profundizar en los próximos meses, el resultado en general muestra el techo de concreto del sistema. Lo que pasó en los últimos nueve años es que se incorporó a un grupo demográfico más grande en secundaria y sobre todo en el primer año de bachillerato (un grupo más grande y más pobre, comparado con el de la muestra anterior; algo que debe reconocerse a chicas y chicos, a sus familias y a muchos funcionarios beneméritos como Sylvia Ortega y Rodolfo Tuirán), pero la “maquinita” del sistema escolar da lo que da. Los cambios no se han dejado sedimentar y afianzar; tal vez en tres años se note el efecto de mejores maestros y directores más activos, que es el cambio más sólido de la reforma de 2013.
La muestra mexicana de este ejercicio es la más pequeña desde 2000. Al perder la representatividad estatal, los datos tienen un uso limitado para las acciones de refuerzo y corrección. Apenas hay tiempo de convencer a los estados para que 2021 tenga sobremuestras de los estados que quieran entrarle, lo mismo que aprovechar para que sea más transparente, ahora que el equipo que era la contraparte desde INEE está “sintetizado” en el nuevo organismo llamado MEJOREDU.
El comparativo internacional por supuesto reactiva urgencia y relevancia. No sorprende el logro sobresaliente de los asiáticos, ni la consolidación de Estonia, Finlandia, Canadá y Nueva Zelanda. Vamos a extrañar a Vietnam, que tanto sorprendió en la edición anterior. No nos movemos mucho con respecto de Chile y de Uruguay, que logran más que México (sin dejar de considerar que no sólo son sistemas mucho más pequeños y mejor fondeados, sino con tecnologías, evaluaciones y formación docente ya implantada desde mucho antes que nosotros); Argentina y Dominicana siguen en el hoyo profundo, mientras que Colombia y Perú se siguen moviendo modestamente hacia adelante.
Estamos atorados. Los ingredientes cambian de orden, y los nuevos cocineros culpan a los anteriores, pero lo mejor pasa a nivel terreno: la maestra generosa, la familia esforzada, los jóvenes con ánimo –la enorme mayoría, en un país lleno de fosas, de violencia brutal que todo permea– dicen en su casi totalidad, más de 90 por ciento que son felices en sus escuelas. Son resilientes y soñadores, aunque tal vez poco críticos de la realidad que les toca vivir, y por lo tanto cambiar. Urge pensar, con la evaluación estandarizada, más allá de evaluación estandarizada: no es salir mejor, ganarle a Brasil o mover porcentajes. Es que la escuela resguarde el talento, potencie la conciencia de los propios derechos, no prepare sobre la vida sino que sea verdadera vida, en proyectos reales y de impacto sobre la comunidad circundante. No es cambiar puntaje, ranking y proporciones; todo eso cambia en consecuencia, sigue como sombra a la verdadera transformación: que la escuela sea para que los jóvenes ensayen la sociedad que quieren.