El 8M es una buena ocasión para recordar las memorables declaraciones de la clase política, presidentes incluidos, sobre las mujeres. Al referirse a ellas de modo despectivo, burlón, ofensivo, incluso agresivo, hacen patente su defensa a un sistema empeñado en mantener la opresión femenina.
Ahí está Diego Fernández de Cevallos, ése que hoy grita ¡Vivan las mujeres!, criticando las vallas que rodean el palacio nacional, pero no tuvo rubor alguno en adjudicar el mote de viejerío a las mujeres en 1994. Otro destacado representante del patriarcado reacio a abandonar sus privilegios, fue Carlos Abascal, secretario del trabajo del gobierno foxista, quien en ocasión del Día Internacional de la Mujer el 8 de marzo de 2001 ¡hagan ustedes el favor!, afirmó que por su naturaleza, las mujeres debían dedicarse a la maternidad y a las labores del hogar.
Otros casos inolvidables son Vicente Fox y su chistorete de que el 75% de los hogares en el país tenían una lavadora, pero “no de dos patas o de dos piernas, sino metálica”; Peña con su “no soy la señora de la casa”, cuando le preguntaron el precio de un kilo de tortillas; Hank Rhon declarando que “mi animal favorito, la mujer”; más recientemente la burla de Calderón “¿Delfina es nombre propio?; Kiko Vega ex gobernador de Baja california y su “buenas para cuidar niños”; el “¡pendejas!” de Ulises Ruiz, exgobernador de Oaxaca. El primer lugar de los misóginos consumados se lo lleva Alejandro Gracia Ruíz, exdiputado del PRI en Chiapas, quien en octubre del 2014, en un programa de radio dijo: “Las leyes como las mujeres se hicieron para violarlas” (Del viejerío a las lavadoras de dos patas).
La 4T no es la excepción. Una vez en el poder, AMLO no tardó en mostrar su reticencia y abierta desconfianza hacia las luchas de las mujeres. Desde el inicio de su gobierno hasta la fecha, ha protagonizado varios episodios declarativos en los que minimiza las luchas feministas, desdeña su relevancia o pone abiertamente en duda su legitimidad. En 2020 presumió que su gobierno era el primero en respetar la paridad de género, cual si de una graciosa concesión se tratara; sin embargo, los cambios en el gabinete han roto el supuesto equilibrio, pues de un total de 19 secretarías, únicamente 7 son ocupadas actualmente por mujeres (Gabinete de AMLO sin paridad de género)
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Para la mayoría de las mujeres, las que batallan todos los días contra el acoso y temen por su vida o por la de sus hijas cuando salen a la calle, cubrir cuotas de género para ocupar cargos públicos, siendo una demanda legítima para algunas, no es el leit motiv de las luchas feministas en este país. Existen otras mucho más sentidas por urgentes, principalmente poner freno a la violencia machista en todas sus expresiones y modalidades, en especial a los feminicidios.
En plena pandemia, diversos medios y reportes dieron a conocer un alarmante crecimiento de las llamadas de auxilio de mujeres y denuncias de violencia doméstica contra mujeres e infantes durante el confinamiento. Frente a este indignante fenómeno, AMLO trivializó el asunto al equiparar los pedidos de ayuda con bromas telefónicas (En México, el presidente dice que la mayoría de las llamadas de violencia doméstica son falsas).
La pregunta que en su momento se hicieron las feministas respecto a si el gobierno de AMLO abrazaría la agenda feminista, pronto se fue despejando. No solo defendió a capa y espada a su amigo Félix Salgado Macedonio, candidato al gobierno de Guerrero, cuando afirmó que eso de romper el pacto patriarcal es expresión importada; la misma defensa hizo del historiador Pedro Salmerón, a quien propuso como embajador de Panamá y finalmente fue rechazado por la ministra del exterior de ése país. Ambos personajes, amigos del titular del ejecutivo, han sido acusados de acoso y violación, existen denuncias en su contra. Por tales motivos, diversas organizaciones feministas han considerado que las declaraciones de AMLO niegan la realidad de la violencia de género, contribuyen a perpetuar la impunidad y a naturalizar las múltiples formas de violencia y desigualdad que afectan a todas las mujeres.
De estos desaguisados declarativos que ponen de manifiesto su desmarque del feminismo y sus demandas (No soy feminista, soy humanista) queremos detenernos particularmente en uno.
En junio de 2020, cuando daban la vuelta al mundo noticias sobre miles de fallecimientos, principalmente de adultos mayores, AMLO declaró ufano que en México, a diferencia de otros países, la costumbre es que las hijas son las que más cuidan a sus padres y madres, los hombres son más desapegados. Y fue todavía más lejos al afirmar que la familia mexicana es la institución más importante de seguridad social, y por lo mismo, ayudaba mucho a enfrentar el cuidado de los adultos mayores (El feminismo quiere cambiar el rol de las mujeres pero por tradición, las hijas cuidan más a los padres).
Como el mismo AMLO ha dicho, los extremos se juntan; ¿qué diferencia hay entre estas declaraciones y las de Carlos Abascal? Ambos reafirman el cuidado como inherente a las mujeres, mientras los hombres son desapegados porque trabajan y proveen. Queremos partir de estas declaraciones para refutar y tomar posición respecto al tema del cuidado, aterrizando la cuestión en el caso específico de las maestras que son madres.
- El cuidado no es un asunto privado sino un problema político
La perspectiva dominante considera el cuidado como una relación binaria entre una persona que cuida y otra en situación de dependencia que recibe cuidados. Como en la sociedad los varones ocupan el polo jerárquico superior, sus quehaceres también son de un orden superior. En contraparte, las mujeres ocupan el polo jerárquico inferior, por tanto, las actividades a las que se dedican (la casa, los niños, la limpieza), son igualmente inferiores; es desde esa jerarquía que el presidente justifica el desapego masculino del cuidado. Esta es una construcción histórica que ha privado a lo largo de siglos, y que a juzgar por las declaraciones de los políticos en pleno siglo XXI, goza de cabal salud.
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Desde el sentido común, cuidar se entiende como la atención de las necesidades básicas de otros que son dependientes, sean menores de edad, personas con alguna discapacidad, enfermedad crónica o adultos mayores. Mantener la perspectiva binaria de alguien que cuida a otro que recibe cuidados, no solo simplifica, también invisibiliza y minimiza la enorme importancia social y pedagógica del cuidado a partir del descrédito y el prejuicio, pues como muchos piensan, cuidar no es mayor ciencia, además las mujeres poseen “instinto maternal”, nacieron para realizar esas tareas inferiores.
Todo esto obviando que el cuidado implica una relación de interdependencia, un vínculo construido a partir de relaciones familiares, comunitarias, atravesada por redes de apoyo familiares, leyes y políticas públicas que no reconocen su valor, intervenciones de expertos y profesionales guiados por relaciones económicas. Entonces, cuidar no pasa nunca por una relación dual ni unicausal, tiene tras de sí largas historias atravesadas por muchos procesos.
El sostenimiento de la vida en todas sus formas depende de los cuidados. La responsabilidad de sostener la vida se ha privatizado o asignado. Todas y todos necesitamos de cuidados, sin embargo, no todas las personas dedican tiempo a cuidar en la misma proporción que lo hacen otras. (Ramacciotti y Zangaro, 2019:8)[1].
Históricamente, los cuidados han sido atribuidos a las mujeres como parte de la labor doméstica no remunerada. Esta asignación diferencial de responsabilidades con respecto a los hombres no es una disposición “natural”, tampoco una tendencia “altruista” inhata. Para nosotros es muy claro: cuidar NO responde a un mandato divino, mucho menos a un orden natural, por lo tanto, siempre es posible cambiar la situación.
- El reparto desigual de las responsabilidades de cuidado.
La pandemia trajo consigo un complejo proceso de desestabilización del modelo previo de reparto de responsabilidades sobre los cuidados que, si bien desde antes recaía en las mujeres, cuando menos se aplicaba conforme límites temporo-espaciales definidos. Con el confinamiento, la realización simultánea del trabajo remunerado y no remunerado en casa se convirtió en algo común, pero no por ello menos complicado para las mujeres.
A medida que los contagios se multiplicaron y agravaron, las mujeres, muchas de las cuales perdieron el trabajo o les redujeron los salarios, asumieron mayormente los costos monetarios, de tiempo, energía física y emocional del cuidado. Porque ya no era solo cuidar y enseñar a los pequeños, propios y ajenos, sino también atender a familiares enfermos.
Existen múltiples estudios que muestran que la proporción del tiempo dedicado por las mujeres al cuidado es casi el doble en comparación con los hombres. Si antes de la pandemia ya existía una brecha en el uso del tiempo de las mujeres, el cierre de escuelas, el aislamiento social y las necesidades de atención de personas enfermas, exacerbó esta brecha y junto con ello, profundizó la distribución desigual de las responsabilidades de cuidado (Emergencia global de los cuidados)
Pese a que la pandemia evidenció la imprescindibilidad de los cuidados de todo tipo como un problema de la polis, no hubo apoyos, programas ni políticas específicas para que las mujeres sortear de mejor manera la crisis; en lugar de eso se optó por la familiarización, sin tener que gastar un centavo. Definir como tradición familiar que las mujeres cuiden de sus padres, no es otra cosa que una burda justificación para mantener la distribución desigual del cuidado inalterada, intocada, sin cambio alguno.
- Con las madres maestras, doble deuda de cuidados
En educación básica, principalmente preescolar y primaria, la mitad del magisterio nacional está conformado por mujeres; pese a ser mayoría numérica, no forman parte de las dirigencias sindicales institucionales o democráticas, generalmente copadas por hombres. Durante la pandemia no existieron políticas o apoyos gubernamentales específicos para ellas, tampoco medidas de protección sindical para atenuar las dificultades a las que se enfrentaron.
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Las maestras que son madres se vieron envueltas en una vorágine de actividades, con apenas tiempo para dormir. Atendieron reuniones mientras cocinaban; supervisaban las tareas de sus hijos mientras impartían sus clases. La mayoría aprendió a utilizar plataformas y a crear videos sobre la marcha, preguntando, viendo tutoriales o tomando cursos exprés. Adaptaron aulas en sus propias casas, pegaron cartulinas en las paredes, improvisaron tripiés para grabar videos con la cámara de su teléfono, usaron su internet, también su auto o pagaron de su bolsillo el transporte a lugares lejanos para hacer llegar a sus alumnas libros, palabras de aliento y abrazos a la distancia. Atendieron reuniones mientras lavaban ropa, hacían comida o la encargaban; de cuando en cuando apagaban la cámara y el micrófono para correr a mover ollas en la cocina. Entrada la noche respondieron correos, llamadas y mensajes de WhatsApp, prepararon informes mientras pensaban en la comida y los pendientes domésticos del día siguiente.
Las maestras que son madres compartieron su privacidad con la de sus alumnos y viceversa, se ganaron su confianza pese a interponerse una pantalla, descubrieron cómo vivían, se enfrentaron a situaciones difíciles que, ¡vaya paradoja!, se mantienen ocultas en la presencialidad; en ocasiones se sintieron impotentes para detener las agresiones familiares que inesperadamente transcurrían frente a su pantalla; hicieron lo posible para evitar que los demás alumnos presenciaran maltratos, golpes y escucharan malas palabras.
No obstante, para la SEP y amplios segmentos de la sociedad, las maestras que son madres no hicieron nada, en cambio recibieron puntualmente su salario. ¡No hicieron nada!, les siguen echando en cara todavía. Nada han hecho, tan solo -ni más ni menos, diríamos nostrxs- soportar la vida a costa de descuidar a sus propios hijos. ¿Quién sino las maestras, en especial las que son madres, tuvieron que hacerse cargo de los hijos de otras mujeres descuidando a los propios?
Quizá la lección más importante que podríamos extraer de estos años pandémicos es que ser madre y maestra significa enseñar mientras se cuida, cuidar mientras se enseña, luchar todos los días por sostener la vida, la propia y la de los otros, sean hijos o alumnxs. Si aún no nos hemos aniquilado por completo unos a otros, es porque existen mujeres, madres y maestras que le apuestan a la vida y se ocupan de mantenerla, acogiendo a quien se siente solo, escuchando al silenciado, alimentando al hambriento, abrazando al temeroso.
Cuidar no debiera ser un sacrificio o cosa de heroínas, sino ante todo un compromiso compartido entre iguales; además, no hay quien aguante llevar sobre sus hombros semejante carga todo el tiempo. La organización social del cuidado debe cambiar, transformarse, romper con el modelo actual para redistribuir responsabilidades. Pero eso será imposible mientras la sobrecarga del trabajo de cuidado sea vista como un problema personal y no social.
Las mujeres que son maestras y madres juegan un papel crucial en esta transformación. El día que descubran cuánto tienen en común con otras mujeres y reconozcan que lo que le pasa a una les pasa a todas, quizá entonces comiencen a cuestionar la escisión entre cuidar y enseñar, así como a exigir el reconocimiento de la deuda de cuidados que la sociedad tiene con ellas.
Todos somos vulnerables, el cuidado absolutamente necesario para sostener todas las formas de vida: humana, natural, animal, planetaria. Enseñar a cuidar y cuidar mientras se enseña, de eso se trata la educación en estos tiempos turbulentos de tanta destrucción y muerte: es una lucha pendiente que más pronto que tarde hay que dar.
[1] Ramacciotti, K. y Zangaro, M. (2019). Presentación. En G. Guerrero, K. Ramacciotti y M. Zangaro (Comps.), Los derroteros del cuidado (pp. 7-17). Bernal: Universidad Nacional de Quilmes. Recuperado https://deya.unq.edu.ar/publicaciones/cuidado/.