Que buena parte del desencanto con la política en México tiene que ver con el escandaloso comportamiento de algunos de sus protagonistas es repetir un lugar común. Que, no obstante, otros sean capaces de caer, además, en la absoluta deshonestidad intelectual y falsear la realidad, es revelador hasta dónde llega el oportunismo electoral, como lo ha revelado Ricardo Anaya hace unos días en Oaxaca, un estado donde muy difícilmente recogerá votos, donde afirmó que a) la reforma educativa ha sido mal instrumentada, b) ha faltado capacitación para los maestros y c) el único “acento” ha sido en la evaluación. ¿Es verdad? Veamos.
Por mucho que les pese a varios —quizá por algo de esa envidia que, como advierte San Agustín, se atormenta con el bien ajeno—, la reforma educativa es la mejor valorada en todas las encuestas nacionales levantadas entre población abierta y en vivienda.
Algunas, por ejemplo, señalan que 64 por ciento de los encuestados está de acuerdo con esa reforma, 79 por ciento aprueba las evaluaciones a los docentes, 71 por ciento que las escuelas tengan jornada ampliada, 71 por ciento que se hayan remodelado las escuelas y 89 por ciento en que los maestros tengan un alto nivel de inglés (BCG, julio y noviembre 2017).
En el propio partido del aspirante panista, la percepción es otra muy distinta. Por ejemplo, Juan Carlos Romero Hicks, presidente de la Comisión de Educación del Senado, afirmó que la reforma educativa “en lo general ha funcionado” (El Universal, agosto 13, 2016).
Reconoció que “se está construyendo la reforma y las siguientes generaciones tendrán que adoptarla” (El Imparcial, julio 9, 2017), y el pasado 5 de septiembre, en una reunión con los miembros de la Pastoral Educativa de la Conferencia Episcopal Mexicana, donde compartimos mesa, dijo que es una reforma con “logros indudables”.
Para ser, como dice su compañero, una reforma “mal instrumentada”, esos números y opiniones muestran algo muy distinto.
En segundo lugar, no está claro cuál es la autoridad del señor Anaya para embestir ahora contra una reforma estructural que los gobiernos de su partido no solo no supieron ni pudieron hacer, sino que, con su obsecuencia, profundizaron la “colonización” del sistema educativo, usando el término acuñado por Carlos Ornelas, en demérito grave de la rectoría del Estado y, peor aún, del derecho de los niños a una educación de calidad. Esa rendición, por omisión, comisión o connivencia, sucedió entre 2000 y 2012.
El tercer problema en tales declaraciones es de deshonestidad intelectual. Afirma el precandidato que ha sido mal ejecutada, pero gracias a esta reforma pasamos de un sistema opaco, corrupto y discrecional en la profesión docente a otro basado en el mérito, la transparencia y el esfuerzo, donde las plazas se asignan mediante concurso público y abierto.
Gracias a esa reforma las escuelas de tiempo completo crecieron de 6 mil 708, en 2012, a 25 mil 134 en la actualidad; a diciembre de 2017 han participado en el sistema nacional de evaluación docente un millón 240 mil maestros y casi 60 por ciento piensa que la evaluación es “fundamental” para su desarrollo profesional (Consulta, diciembre 2017).
De no existir un programa innovador de modernización de infraestructura escolar, hoy existe uno que está atendiendo a las 33 mil escuelas con mayores desventajas físicas; de 37.6 por ciento en que dejó la pasada administración, el rezago educativo ahora se redujo a 32.8 por ciento; de 71 por ciento que era la cobertura en educación media superior en 2012, ahora es de 85 por ciento, incluyendo modalidades escolarizada y no escolarizada; de 32 por ciento que era la cobertura en educación superior, ahora es de 37.3 por ciento, y de tener un modelo educativo “indefendible”, como lo calificó correctamente el propio senador Romero Hicks (Excélsior, julio 14, 2016), ahora hay uno nuevo construido colectivamente y adaptado a las necesidades de los estudiantes del siglo XXI.
Y la última falsedad es sugerir que, por razones presupuestales, no se ha proporcionado capacitación a los maestros. Es exactamente al revés. Con el presupuesto 2017, a través de las tres líneas de la Estrategia Nacional de Formación Continua para la Educación Básica, se capacitaron 549 mil 110 maestros, técnico docentes, directores, supervisores y asesores técnico pedagógicos, superando la meta originalmente programada de 500 mil.
En la primera de esas líneas se impartieron 606 talleres, cursos y diplomados en línea a casi 147 mil docentes de educación básica, rebasando la cifra prevista para ese año que era de 126 mil.
En la segunda, que atiende al personal educativo a partir de las necesidades de formación identificadas en las evaluaciones, se atendieron 108 mil docentes y directivos. Y en la tercera, sobre contenidos curriculares y otros temas, se beneficiaron casi 294 mil docentes y directivos. Entonces ¿hubo o no formación y capacitación para nuestros maestros? Más aún: su impacto parece ya reflejarse en una cierta mejora de los resultados históricos obtenidos en las evaluaciones aplicadas a los participantes en evaluaciones para promoción y desempeño el año pasado.
Que en la pulsión de la coyuntura se use el griterío electoral para vituperar una reforma muy buena para los niños de México no solo es una impúdica metáfora de los alcances de la ansiedad, sino también nos recuerda porque una mejor educación —es decir, razonamiento lógico, manejo de datos, capacidad analítica e información rigurosa— era y es urgente para muchos.
Artículo publicado en Milenio