Nos encontramos inmersos en un debate en torno a la escuela. La escuela, una institución con una larga historia y prácticas muy establecidas, con un significado y una trascendencia social innegable, es ahora el centro de polémicas, discusiones y planteamientos muy diversos, que giran fundamentalmente en torno a su apertura o no en el ciclo escolar 2021-2022.
Los edificios y recintos de todos los niveles educativos permanecieron cerrados durante más de 15 meses como una medida para contener la pandemia de covid-19, lo que impactó a 25.4 millones de estudiantes de educación básica y 5.2 millones de educación media superior.
No hubo parálisis en la educación, pero sí la asunción de nuevas formas de trabajo de cuyos resultados aún no es posible hacer un balance. Se ha hablado de las distintas formas en que la inequidad social se expresó en dificultades para el acceso a las nuevas modalidades educativas, impulsadas por autoridades y docentes; de aprendizajes diversos, alejados de los formalmente esperados por el sistema educativo. Se ha hablado de la construcción de iniciativas docentes y novedosas modalidades de relación educativa, pero también de secuelas negativas en el estudiantado a causa del distanciamiento social.
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Tal vez por ello, el debate se ha centrado en la apertura o no de los planteles educativos y los argumentos, en uno y otro sentido, han sido muy amplios. En medio de esta polémica, nos parece importante ir más allá de las medidas de seguridad y las condiciones físicas para la apertura ―que son importantes, sin duda― con el fin de enfocarnos en el papel pedagógico y de formación de estudiantes en la escuela después.
El después alude a mirar el trabajo pedagógico a través de las experiencias vividas y a hacernos preguntas sobre si lo que interesa es ponernos al día en los conocimientos escolares previstos o pensar en socializar los nuevos aprendizajes que la pandemia nos dejó a todos, para analizar y discutir con las y los alumnos desde otras perspectivas el conocimiento que adquirieron y acumulamos en este tiempo.
El después invita a pensar la escuela como un espacio que debe permitir igualar las desigualdades, aprender de los demás y abrir un horizonte de conocimientos y saberes importantes que, partiendo de las vivencias propias, permitan encontrar otras explicaciones, científicas y sociales.
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El después implica pensar en una formación colectiva de maestras y maestros en relación con su comunidad educativa cercana, la escuela, y hacer de sus problemas cotidianos fuente de aprendizajes y soluciones colectivas.
El después, en suma, refiere a poner en marcha una nueva pedagogía del saber, las relaciones y las emociones, como bien señala Carina Kaplan en el artículo que se incluye en este número. Es necesario construir una escuela justa como proyecto cultural y social.
En ese sentido, retomo a Philippe Meirieu, no sólo en parte del título de este editorial, sino en la pregunta que atraviesa su maravilloso artículo “La escuela después… ¿con la pedagogía de antes?”.
Se trata de una pregunta central que todos los formadores debemos hacernos en este momento, pues es un hecho que no volveremos a la escuela de antes: todos hemos sufrido transformaciones profundas y ello nos da la oportunidad de construir una nueva trama escolar en una nueva escuela.