Como seguramente el lector sabe, en estos días el Parlamento francés aprobó una ley que prohíbe el uso de celulares por parte de los alumnos en “escuelas maternales, escuelas primarias y colegios”. Es una medida que se había anunciado desde comienzos del año, y fue también una promesa de campaña del actual presidente, Emmanuel Macron. La información no es muy específica en cuanto a qué se refiere con “colegios”, aunque señala que la medida entrará en vigor en septiembre próximo al comenzar el nuevo ciclo.
La disposición ha sido recibida con escepticismo por los docentes, no obstante que el propio ordenamiento establece diferentes niveles de rigor en su aplicación, que van desde la prohibición total hasta el acondicionamiento de áreas o la asignación de horas para la utilización de los dispositivos.
El tema se vuelve más relevante por ser Francia un referente clave en la defensa de los derechos humanos y la libertad, además de que se supondría que cuenta con un sistema educativo de primer mundo. También en tierras galas surgió, encabezado por el Marqués de Condorcet, el proyecto educativo universal, laico, gratuito y obligatorio.
De cualquier modo, creo que en los actuales tiempos no hay maestro que haya escapado al tormento de lidiar con alumnos absortos en el celular, ajenos a lo que ocurre en el aula. Pero antes de los móviles también había distracciones y distractores.
En todo caso el reto principal y cotidiano del docente siempre será captar la atención del educando mediante la aplicación de estrategias creativas y efectivas que despierten su interés, lo incentiven, le demuestren la importancia de adquirir tal o cual conocimiento precisamente en la forma en que el maestro lo propone, y de esa manera conseguir que el alumno se involucre de manera determinante en su propio aprendizaje.
Por supuesto, en nuestros días en tales estrategias debe ocupar un lugar preponderante el uso de las TIC. El buen uso, valga subrayar.
El problema es que la tecnología, hoy por hoy, camina varios pasos adelante de nosotros mismos, lo que resulta en una punzante paradoja.
El desarrollo tecnológico amaga con dejarnos muy atrás, escapando a nuestro manejo, control y dominio. De ello, el texto predictivo es un ejemplo simple, claro, frecuente y enfadoso, que hasta malentendidos nos genera y en no pocos líos nos mete.
Hay algo menos “divertido” que esa terquedad de los dispositivos por cambiarnos las palabras y alterar el sentido de lo que deseamos transmitir, o de sorprendernos con anuncios hechos a la medida como si “alguien” adivinara nuestros pensamientos cuando navegamos por internet… y hasta nos provoca espanto en momentos que olvidamos las famosas “galletitas” espía (cookies).
El punto de conflicto es todavía peor.
Y no tanto por el torpe manejo de las TIC, o por la frustración que sufren no pocos usuarios cuando al salir de comprar un teléfono se dan cuenta de que ya es obsoleto porque en lo que hacían el pago ya en los almacenes de la tienda estaban desempacando la nueva versión. Tampoco porque utilizamos sólo una mínima parte de todas las funciones de nuestros aparatos, sea la entrañable cámara de rollo, el “Super phone cien plus mejorado” o la licuadora de doce velocidades.
Lo dramático es que no sabemos usar racionalmente las nuevas tecnologías. Lo poco que aprendemos lo aprendemos poco y además lo aprendemos mal; a prueba y error, guiados por los niños y adolescentes. Y no nos preocupamos, los adultos, por aprender más allá de hacer y contestar llamadas, en un caso, o en prodigar likes y compartir lo que nos parece interesante, sin una visión crítica. Y menos nos preocupamos por el uso que nuestros niños y jóvenes hacen.
Y ahí está el meollo. Ahí asoma la tragedia.
Porque los chicos saben qué teclas oprimir, ¡pero ignoran o subestiman las consecuencias! Esto es, tienen un perfecto dominio técnico, mecánico por decirlo de alguna manera. Son duchos, porque lo han aprendido autodidácticamente, con los amigos, “picándolo aquí y allá” sin miedo alguno, a diferencia de los adultos a quienes nos aterra oprimir el botón digital con el que estallará la pantalla y saltarán tuercas y resortes por todos lados.
Pero de similar manera a como experimentan sin miramientos las funciones de los aparatos, los niños, adolescentes y jóvenes también sin mayores precauciones hacen uso de las redes sociales, que encierran incluso peligros mortales.
En las semanas recientes se conoció del asesinato de tres jovencitas. Casos distintos pero con denominadores comunes: las contactaron a través de Facebook, les ofrecieron regalarles ropa para sus bebés, las citaron y se las llevaron. Una de las chicas tenía 8 meses de embarazo y 20 años de vida; otra había dado a luz hace 3 meses, a sus 16 años de edad.
Para los complicados tiempos que estamos viviendo parece no bastar la intervención de la familia en el cuidado de los hijos. De hecho, a la chica asesinada más recientemente se la llevaron junto con su bebé (que luego apareció abandonado), frente a los ojos de la madre, quien la había acompañado a la cita en un jardín. Su intuición materna le dictó esa medida de precaución pero resultó insuficiente, por desgracia.
De manera que no son los celulares en sí el riesgo, ni para las clases ni para la vida. El gran peligro está, por si no nos hemos percatado, en el uso equívoco. En la distracción del fin educativo, que es primero y ante todo el de aprender y enseñar a sobrevivir. Con tecnologías, sin ellas y pese a ellas.
De lo que se trata es de controlar los aparatos y sus aplicaciones, no a las personas.
Es evidente que el orden, el respeto, la disciplina… son principios de convivencia social. Anarquía y libertinaje atentan contra los individuos y contra la sociedad. Lo importante es, en su caso, generar acuerdos.
Los adultos adolecemos de limitaciones en cuanto al dominio de cuestiones técnicas, de conocimiento de aplicaciones y redes, pero también tenemos un poco más desarrollado el sentido común; tenemos olfato, experiencia, malicia. Sabemos más por viejos que por experticia en el manejo de la tecnología.
La escuela, entonces, debe proveer a los alumnos orientación, además de información; alertarlos más que sancionarlos; encaminarlos con prudencia, no prohibirles sin fruto.
Para nadie es desconocido que un alto índice de percances automovilísticos obedecen a la imprudencia de conductores y peatones; accidentes de todo tipo están vinculados al descuido en la utilización del celular en condiciones inadecuadas.
Sin embargo, hay todavía cuestiones más terribles.
Sí. Estamos hablando de tecnología pero también de seguridad y de Ética, de la que el filósofo Fernando Savater dice que después de muchos años estudiándola ha llegado a la conclusión de que toda ella se resume en tres virtudes: “Coraje para vivir, generosidad para convivir, y prudencia para sobrevivir”.
Hay que enseñar a los muchachos cuestiones elementales de sobrevivencia. Sí, aunque nos parezcan obvias esas medidas. Lo son para nosotros, pero no para ellos. A veces los maestros suponemos que los alumnos tienen o deben tener conocimientos que juzgamos de lo más elemental, pero no es así; no los tienen ni en cuanto a datos duros ni en cuanto a aprendizajes empíricos.
Ahora que se comienza a integrar un nuevo modelo educativo, bien se haría en incluir alguna asignatura específica orientada, no al cómo del uso de las TIC, sino al por qué y al para qué. Sus riesgos, sus alcances, sus consecuencias. Cómo reaccionar ante el acoso; cómo no creer en bulos ni divulgarlos; cómo realizar una navegación segura; cómo mantener compartida la ubicación desde el teléfono en tiempo real…
Debe ser permanente esa orientación y acompañamiento a cargo de docentes debidamente capacitados, e involucrar a la comunidad toda. Aunque aparente ser asunto nimio. Podría preguntarse a las familias de las chicas que perdieron la vida si ese tipo de contenidos en los programas escolares lo consideran intrascendente.
Nuestros niños y jóvenes deben aprender el uso eficaz y pertinente, y alejarse de cualquier riesgo por insignificante que les parezca.
Ninguna medida que tomemos al respecto será nunca innecesaria.
Hoy es una cuestión vital. Literalmente.