Estamos por llegar a la pausa de primavera en el ciclo escolar, pero las soluciones para recuperar la jornada ampliada y la alimentación para millones de niñas y niños aún están en vilo.
Con tantas tragedias y desajustes en la vida nacional, es difícil que los temas educativos se queden en las primeras planas y en la conversación, que reúnan a los académicos y las familias, los maestros y los políticos… que sirva preguntarnos quiénes somos en realidad, por cómo tratamos a la generación joven.
Buena parte de los logros de la educación son una serie de triunfos intangibles; por ejemplo, la cohesión comunitaria, el sentido de propósito, la defensa de la propia dignidad y de la ajena, la sucesión de actos de honestidad, la comprensión del mundo natural, la disciplina en la práctica de un arte o un deporte. Esos logros se dispersan y se nombran con muchas etiquetas: talento, dedicación, suerte, apoyo; se consideran logros del movimiento ecológico, o de la organización política, o del derecho a la información, o de las políticas de salud… todo muy cierto, aun cuando hayan sido los procesos educativos su base misma, su fundamento, su raíz, su marco.
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Lo que quiero decir es que los cambios educativos cuestan mucho trabajo, tardan mucho tiempo, son fáciles de revertir o bloquear, y –cuando dan fruto– es común atribuirlos a fenómenos más recientes en el tiempo, a veces con más renombre y prestigio. En un mundo que tiende a (mal) explicar todo en términos de causa/efecto lineal, de inversión/rentabilidad demostrable, tiene poca y breve publicidad la educación; menos aún tiene defensores y cultivadores tenaces, convencidos e interconectados.
Retóricamente, todos la alaban y reconocen, pero es más fácil –sin definir qué sea más meritorio, o menos– plantar un árbol, participar en una marcha, repartir juguetes o hacer un blog, comparado con trabajar sistemáticamente en el derecho a aprender (lo que puede incluir todas las actividades antes enunciadas, pero con una finalidad deliberada).
Por ello, se entiende que un despojo tan monumentalmente injustificado, algo tan brutalmente heridor de la vida plena de niñas y niños como la cancelación de la jornada ampliada y la alimentación escolar al mediodía haya convocado a tantas, a tantos. La educación recién ha sido tema, pero no como un derecho vigente, sino como un derecho que se cancela, que es mutilado, que está bajo asedio.
Apareció, en las últimas semanas, prácticamente en todas las primeras planas de los diarios; casi todas las estaciones de radio y televisión del país reprodujeron las cifras –3.6 millones dejados fuera–; se entrevistó a madres y maestras; los gobernadores fueron cuestionados, las y los titulares de educación en los estados dieron explicaciones fantasiosas, o enunciaron su desconcierto, o anunciaron coberturas con recursos propios, que se antojan temerarias y propician inequidad.
Los estudiosos han analizado impactos negativos, y han tomado las columnas de opinión; de nuevo, prácticamente todas y todos los editorialistas han expresado su pesar y su repudio. El presidente primero quiso justificar la cancelación, pero dio rápido volantazo de pesero al percibir que la medida no aguantaba achacarla a “superar la corrupción”, y ha ensayado versiones tranquilizadoras con argumentos destemplados, pero al fin reconociendo que se deberá reponer. Exigida por los representantes populares, la titular de la SEP ha sido convocada a explicar y resolver.
Desde Aprender Primero interpusimos un amparo, que logró la suspensión provisional de la medida; la justicia federal establece de ese modo que la autoridad NO puede aplicar el Acuerdo y las Reglas de Operación que eliminan los componentes mencionados. Es nuestro derecho, el de todos los ciudadanos, acudir a tribunales ante una medida que vulnera derechos; en el caso de Aprender Primero, con “interés legítimo”, es decir, con el reconocimiento establecido ya por la Suprema Corte que no se requiere armar amparos acumulados, escuela por escuela o niña por niña, para defender un derecho en conjunto; detiene una aplicación que puede dañar gravemente, en espera de que se aclare en definitiva el asunto.
¿Por qué recurrir al Poder Judicial? Porque es un deber. Para defender el derecho de terceros, que se encuentran en franca asimetría con las decisiones del Poder Ejecutivo, hay estas opciones, arduas pero transitables, que marca el orden constitucional de México. Hay otras vías muy valiosas, como las quejas ante las comisiones de Derechos Humanos; todo suma. Lo que está en riesgo es mayúsculo, desproporcionado, contrario al interés superior de la niñez. Además de argumentar, reclamar y estudiar, tenemos derecho a defender derechos. Hagámoslo, porque después no hay después.