Las culturas escolares son verticales, rígidas y autoritarias. Las juveniles, en cambio, son horizontales, flexibles y más democráticas. Los criterios de los sistemas educativos casi nunca son elaborados con los profesores y estudiantes. Para los jóvenes —dice el autor, quien ha trabajado en el tema los últimos treinta años en todos los países de la región—, es fundamental sentir que su opinión importa.
En todas mis conferencias, cursos y talleres, suelo decir que la educación está compuesta por dos grandes procesos: la enseñanza y el aprendizaje, y agrego que, aunque lo realmente importante es el aprendizaje, nuestros sistemas educativos se estructuran, abrumadoramente, en torno a la enseñanza. Esto puede parecer irrelevante y hasta irreverente, pero lo cierto es que, si es así, esta visión permite legitimar claramente la consigna “primero jóvenes, luego estudiantes”, asumiendo que el eje principal (el aprendizaje) tiene que ver con los jóvenes estudiantes; mientras que el eje más “instrumental” (la enseñanza) tiene que ver con los profesores.
Desde este ángulo, toda la labor educativa debiera girar alrededor de los jóvenes estudiantes y no en torno a los maestros, algo que en la realidad cotidiana de las aulas de nuestras escuelas medias no se verifica más que excepcionalmente.
Culturas escolares versus culturas juveniles
Si damos un paso más y tratamos de encontrar algunos elementos de juicio que permitan fundamentar este enfoque, habría que centrar la mirada en el conflicto permanente, sistemático y cotidiano de casi todas nuestras escuelas medias entre dos “mundos”: las culturas escolares y las culturas juveniles.
Las culturas escolares son, casi por definición, verticales (se definen en la cúpula del sistema educativo y se diseminan por todos sus componentes), rígidas (varían muy de vez en cuando, luego de complejos procesos burocráticos) y hasta autoritarias (finalmente, la “razón” siempre la tienen “las autoridades”). Las culturas juveniles, en cambio y también casi por definición, son horizontales (se construyen entre jóvenes, a través de complejos y fecundos procesos colectivos), flexibles (cambian constantemente, casi sin que los adultos que lidiamos cotidianamente con ellas lo podamos percibir) y mucho más democráticas (los debates suelen ser extenuantes, los acuerdos siempre son circunstanciales).
¿Por qué se enfrentan cotidianamente estas dos culturas? ¿Es posible imaginar procesos y escenarios en los que puedan interactuar colaborativamente? Algunas explicaciones posibles podrían apoyarse en aprendizajes que aporta la psicología, recordando que los adolescentes ya no son niños y que están tratando de separarse de sus adultos referentes (por eso son “rebeldes”), pero se podría ir más allá y caer en la cuenta de que la etapa de la juventud está inmersa en dos grandes “misiones”: la construcción de identidad y la construcción de autonomía, algo que todos procesamos a lo largo de la vida, pero que en este periodo tiene mucha más relevancia.
Si esto es así, las políticas públicas de juventud debieran diseñarse, implementarse y evaluarse en función de los apoyos que puedan brindar al encare de estos dos grandes desafíos. Para construir identidad —quién quiero ser, a qué me quiero dedicar, qué lugar quiero ocupar en el mundo—, las políticas educativas y culturales son fundamentales. Por otro lado, para construir autonomía —cómo me las voy a arreglar solo y con mis propios recursos en la vida, independientemente de los vínculos que tenga con mi entorno familiar y social—, las políticas de empleo y vivienda, tienen una relevancia indiscutible (Rodríguez, 2014).
Para avanzar en este ámbito habría que recordar que el funcionamiento de nuestros sistemas educativos fija normas y criterios que deben ser respetados, formulando y aprobando reglamentos más o menos pertinentes, pero definidos por las autoridades educativas y nunca —o casi nunca— elaborados con los propios actores del proceso educativo, esto es, profesores y estudiantes. Por ello, prácticamente siempre se trata de reglamentos carentes de legitimidad aceptados por obligación.
¿Cómo explicar, desde las culturas escolares, que el estar sentados juiciosamente durante horas sea imprescindible para la enseñanza, si para los jóvenes significa un contrasentido y una imposición sin fundamento?, juicio que se aplica igualmente para el uso de teléfonos móviles o las conversaciones mientras el profesor expone; comportamientos cotidianos tras los cuales se recurrirá al “reglamento”.
Así, si un alumno molesta en clase, le llamaremos la atención, si persiste, lo sacaremos del aula, castigándolo y privándolo de participar del proceso educativo, lo cual será considerado siempre como injusto desde la lógica del estudiante implicado y de sus compañeros. Después, nos sorprenderá que abandone sus estudios y los casos se irán acumulando en las estadísticas de deserción escolar, un eufemismo que puede esconder procesos de verdadera expulsión por parte del propio sistema educativo.
Fines, métodos y prácticas educativas a revisar
A esta parte del proceso habría que agregar algunos de los componentes centrales del quehacer educativo, revisando los fines, los métodos y las prácticas vigentes, algo que se hace regularmente desde la lógica de las culturas escolares y muy de vez en cuando desde la lógica de las culturas juveniles.
Y aún en los casos en que ello se concreta institucionalmente, ocurre entre complejos procesos políticos y administrativos que priorizan cuestiones procedimentales accesorias, relegando aspectos, desde todo punto de vista, sustantivos.
El tema es tan amplio y complejo, que resulta imposible abarcarlo adecuadamente en el marco de estas notas, pero importa analizar algunas de sus aristas más relevantes: 1) el rol de los profesores; 2) las metodologías de trabajo, y 3) la división o complementación de tareas con otros agentes educativos.
Desde una perspectiva de largo plazo, suele sostenerse que durante gran parte del siglo XX el rol de los profesores se centró básicamente en transmitir información. Esto tenía relevancia en sociedades que funcionaban en el marco de una gran carencia y necesidad informativa; pero con la globalización, la apertura de nuestras sociedades y la revolución tecnológica, el problema es el contrario: la abundancia de información. Por ello, el rol de los profesores ya no puede centrarse en la simple transmisión de datos —en general, desactualizada y en formatos poco atractivos para adolescentes—, se torna mucho más relevante el apoyo para su procesamiento y utilización.
Ello se relaciona directamente con las metodologías de trabajo, un rubro donde han predominado enfoques centrados en la memorización de la información brindada, al punto que la evaluación de los respectivos aprendizajes se centró —y todavía—, casi exclusivamente en la capacidad de memorizar por parte de los estudiantes. Esto, evidentemente, tiene varias limitaciones, entre las cuales destacan dos: 1) el valor relativo de la información que se transmite en las aulas es muy escaso, sobre todo frente a la competencia de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), y 2) el proceso de enseñanza se transforma en tedioso y sin atractivo, caracterizado por algunos especialistas como la “pedagogía del aburrido” (Correa y Lewkowicz, 2010) en el marco de procesos denominados como el “sinsentido de la educación”.
Por lo tanto, deberíamos reformular los vínculos de la escuela con otros actores educativos, priorizando su coherencia con las TIC, vistas, históricamente, con sobrada razón, como las principales enemigas de la educación, frente a una inclusión en el aula controvertida y difícil, que apenas avanza en el plano estrictamente instrumental, sin trascender al sustantivo y metodológico.
¿Preparar ciudadanos, trabajadores o qué?
Esta pregunta ha estado presente en los debates de política educativa en los países de la región, pero todo parece indicar o que está mal o simplistamente formulada pues elude debates más de fondo. ¿A qué nos estamos refiriendo? Sin duda, a un tema de gran relevancia que casi siempre enfrenta, por un lado, a empresarios y en parte a algunas familias que exigen que la educación prepare más y mejor a sus potenciales trabajadores, y por otro, a educadores que sostienen que significa recortar exageradamente y sin bases los fines educativos.
La interrogante debería centrarse en cómo preparar ciudadanos y trabajadores al mismo tiempo, en el marco de procesos completos e integrados, evitando reduccionismos inconducentes. Desde este ángulo, el problema se remite a las metodologías de trabajo en el aula, tema en el que solemos polarizar el debate entre las más tradicionales, sustentadas en el modelo frontal, y las más modernas, que tratan de ser más horizontales y participativas o concentradas en los enfoques pedagógicos, oponiendo los encuadres centrados en la formación de competencias o en valores o en el desarrollo de capacidades, sin caer en cuenta de que hay que hacer todo eso y más, a la vez (Bárcena y Serra ed. 2011, Tedesco 2012 y SITEAL 2008).
Desde el ángulo de los jóvenes, todos estos debates aparecen como secundarios, en la medida que no reflejan sus intereses centrados en la convivencia con amigos, la comprensión del mundo, la construcción de su identidad. Para ellos es fundamental sentir que son tomados en cuenta y que se reconocen sus esfuerzos en el marco del proceso educativo.
Lo anterior es válido, mas se vive de maneras muy diversas en los grupos juveniles. Sin duda, en el marco de la escuela, como en muchos otros, no es lo mismo ser varón o mujer, pertenecer a diferentes clases sociales, habitar en zonas rurales o residenciales, o ser de un grupo étnico distinto.
Importa tener presente que mientras la media superior fue desde sus orígenes un espacio para la educación de las élites, en las últimas décadas ha sido invadida por jóvenes de clases medias bajas y grupos poblacionales excluidos.
Esto es relevante, dado que las metodologías que hemos analizando en el CELAJU, pueden ser válidas para la clientela tradicional pero inapropiadas para las nuevas clientelas. Este contrapunto es particularmente importante: ¿tenemos que ir de lo general a lo particular o viceversa? Se trata de otro debate histórico y recurrente, pero lo cierto es que, al observarlo desde el ángulo de los primeros, puede ser relativamente sencillo, pues cuentan con todas las condiciones familiares, sociales y culturales, pero frente a la nueva clientela es vital reflexionar a partir de su vida cotidiana y ampliar paulatinamente nuestra mirada, con la existencia de un solo currículo de metodología única que tiene que funcionar —sí o sí— con todos los estudiantes.
¿Escuelas seguras o escuelas abiertas?
Otro tema asociado a las dinámicas de las escuelas de educación media superior es —desde nuestro punto de vista— la mal denominada “violencia escolar”. Fenómeno que reúne múltiples formas de violencias —en plural— de gran complejidad y ejercidas por diversos actores sociales e institucionales; por ello, superan ampliamente las visiones más restringidas que apenas incluyen la violencia—en singular— que se expresa casi exclusivamente entre estudiantes y, a veces, entre éstos y sus profesores, pero siempre identificando al agente que la concreta —el “violento”— entre los jóvenes.
El tema ha sido ampliamente analizado en estudios y seminarios especializados (Furlan coord., 2012 y Ortega et al., 2012) y aunque incluye distintas aristas, se terminan nucleando en torno a dos tipos de respuestas: prevención o castigo, expresadas, en general, en dos modelos de política pública: escuelas seguras y abiertas, que funcionan con bases y lógicas diferentes y contrapuestas.
El modelo de escuelas abiertas, probado en Brasil y ensayado en contextos nacionales y locales como en la Provincia de Buenos Aires, Argentina; Guatemala y Uruguay es abrir las escuelas básicas y medias los fines de semana, días feriados y períodos vacacionales, para llevar a cabo actividades lúdicas, recreativas, culturales y deportivas.
Así, se procura generar espacios de convivencia y de uso positivo del tiempo libre para los jóvenes del entorno, y no sólo para los estudiantes, trabajando sobre la base de reglas más horizontales y más “amigables” con la población juvenil.
Las evaluaciones realizadas, sobre todo las correspondientes a la experiencia brasileña, muestran claramente los impactos logrados (Rodríguez, 2011). En las escuelas participantes disminuyen notoriamente los niveles de violencia, mejoran significativamente los procesos de convivencia, se amplían los respaldos a valores básicos —tolerancia, solidaridad, etcétera— y hasta crecen algunos indicadores educativos, como el retorno de desertores y la mejora del vínculo entre profesores y alumnos. En Brasil, por ejemplo, ha funcionado en casi 100 000 escuelas con ocho millones de adolescentes y jóvenes, en todo el país. Por su parte, el enfoque de las escuelas seguras prioriza la vigilancia y el control de los estudiantes a través del funcionamiento generalizado de cámaras de seguridad, la instalación de escáner para el control de mochilas a la entrada y hasta presencia policial en las escuelas. Esto, en el marco de dinámicas que fomentan la denuncia de comportamientos apartados de los reglamentos establecidos y que se evalúan en función de la cantidad de estudiantes sancionados, el número de denuncias procesadas y los niveles de tranquilidad que se logran en los centros escolares en los que funciona, entre otros indicadores similares.
La experiencia más extendida de implementación de este modelo es la concretada en México, en el sexenio del presidente Felipe Calderón (2006–2012), en 46 830 escuelas de 32 entidades, con más de 10 millones de alumnos en 2012, de acuerdo con información de la Secretaría de Educación Pública.
En este caso, las evaluaciones realizadas mostraron escasos impactos positivos —fomento de la convivencia, transmisión de valores positivos, entre otros—, por lo que el programa fue perdiendo prioridad con el tiempo. Sin embargo, fue incorporado este año, a través de la aprobación del denominado Plan de Acción para la Prevención Social de la Violencia y el Fortalecimiento de la Convivencia Escolar.
Del desarrollo efectivo de estas dos experiencias, se pueden extraer cinco grandes lecciones (Rodríguez, 2011): 1) la apuesta por la prevención primaria o inespecífica con todos los jóvenes y no sólo con los que están en riesgo, logra más y mejores impactos; 2) concertar esfuerzos y trabajar con enfoques integrados es fundamental; 3) los mayores éxitos se dan en las escuelas que logran, simultáneamente, equipos de trabajo proactivos y comprometidos con su labor operativa, jóvenes que se sienten reconocidos y valorados en el marco de estas prácticas, familias que valoran positivamente la participación de sus jóvenes miembros en estas dinámicas durante los fines de semana y comunidades que se involucran efectivamente en el desarrollo de este tipo de procesos; 4) confundir o superponer escuelas abiertas y escuelas seguras no es conveniente; en los casos que se intentó esta combinación, los resultados obtenidos han sido muy acotados, porque las escuelas seguras se implementan, en general, con la lógica policial centrada en el control, al contrario de las abiertas que se implementan con la lógica promocional centrada en la participación juvenil, y 5) para pasar de experiencias piloto a políticas públicas, el Estado es insustituible: aunque tiene múltiples limitaciones, lo que corresponde es transformarlo y fortalecerlo, no ignorarlo.
A futuro, habrá que ver cómo operan estas dos estrategias, dado que en el caso del Brasil el cambio de gobierno producido en 2016 ha puesto en entredicho su continuidad de las escuelas abiertas, mientras que, en México, la nueva versión de las escuelas seguras apenas se está implementado.
El seguimiento de ambas iniciativas será relevante, en paralelo a lo que ocurra en otros procesos similares en Honduras y Guatemala, inclinados hacia el modelo de escuelas seguras, una tendencia que lamentablemente se va afirmando en América Latina, a partir de opciones políticas gubernamentales y en contra de toda la evidencia científica generada al respecto.
¿Grupo de riesgo, sujetos de derecho o actores estratégicos del desarrollo?
Los complejos vínculos entre jóvenes y violencias son, en todo caso, uno de los tantos temas que preocupan y ocupan a los actores centrales de la dinámica educativa, por lo que no se pretende presentarlos como únicos o excluyentes. Importa, en cambio, presentar una visión más holística e integrada, que permita apreciar el amplio abanico de problemas y desafíos a encarar a futuro en la enseñanza media superior de nuestros países. Para ello, es crucial tener presente que hasta el momento se han desarrollado tres grandes miradas sobre los jóvenes: 1) la que los considera apenas un simple grupo de riesgo; 2) aquella que considera que son, ante todo, sujetos de derecho; y 3) la que considera que son, además y fundamentalmente, actores estratégicos del desarrollo. Se trata de tres miradas muy diferentes que, aunque tienen varios nexos y complementariedades, funcionan con gran autonomía y hasta pueden llegar a ser excluyentes, aunque coexistan en la práctica.
Si se parte del supuesto de que los jóvenes son un simple grupo de riesgo, las políticas públicas correspondientes deberán estructurarse con dos grandes objetivos: 1) prevenir riesgos —referidos a embarazo precoz, consumo de drogas, vinculación con pandillas, etcétera—, y 2) atender las consecuencias de dichos riesgos, una vez que los mismos han afectado directa o indirectamente a determinados sectores juveniles (madres adolescentes, por ejemplo).
Si se parte del supuesto de que los jóvenes son, ante todo, sujetos de derecho, las políticas públicas deberán asegurar la vigencia plena de los derechos juveniles como tal, consagrados en leyes específicas o generales vinculadas con ellos, por lo que dichas políticas deberían estar destinadas al conjunto de las personas jóvenes y no sólo a las que están en riesgo.
Sin embargo, si se asume que los jóvenes son, además, actores estratégicos del desarrollo, las políticas públicas deberán contemplarlos no sólo como destinatarios de políticas, sino también como actores involucrados activamente en el diseño, la implementación y la evaluación de las mismas. En este caso el tema de la participación juvenil es mejor valorado que en los dos escenarios anteriores.
Todo esto tiene significación porque muchas de las decisiones de política educativa que se tomen a futuro, estarán ubicadas, de un modo u otro, en el marco de estos contrapuntos. En todo caso, lo que importa es asumir que estos procesos, desplegados en múltiples planos en casi todas nuestras sociedades, centran su accionar, en gran medida en las escuelas, por lo cual, esta verdadera disputa de enfoques debe considerarse en la dinámica educativa, independientemente de las posturas que cada quien asuma al respecto.
Sin duda, lo relevante es explicitar nuestras miradas sobre los jóvenes, asumiendo que existen enfoques en disputa en todos nuestros países, en el seno de los mismos gobiernos, entre instituciones del mismo Estado y con otras instancias institucionales no afines a los respectivos gobiernos, pero enfatizando el tener mucho más en cuenta las perspectivas de los propios jóvenes. En definitiva, lo que importa es priorizar los aprendizajes y no la enseñanza para mejorar la educación a futuro en sintonía con las mejores prácticas en este campo.
Publicado en Gaceta INEE