¿Necesitamos un instituto de innovación educativa?

La idea de crear el Instituto Nacional de Innovación Educativa (Inned) se la escuché por primera vez a Carlos Muñoz Izquierdo en las reuniones del ...
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La idea de crear el Instituto Nacional de Innovación Educativa (Inned) se la escuché por primera vez a Carlos Muñoz Izquierdo en las reuniones del Consejo de Especialistas de la Educación (CEE) hace más de 10 años. Si mal no recuerdo, Muñoz argumentaba que desconocíamos información muy valiosa que se generaba en los planos micro del Sistema Educativo Nacional (SEN). El destacado investigador educativo, pensaba que los datos sobre condiciones escolares, logro académico y resultados educativos, que en ese entonces generaba el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), debían ser complementados con otro tipo de información.

La propuesta de Muñoz Izquierdo, a mi juicio, tenía varias ventajas. En primer lugar, resaltaba la necesidad de vincular el plano de la política educativa, la cual surge primordialmente desde la alta burocracia, con la dimensión escolar y de aula. Es precisamente en este espacio en donde la política educativa se recrea y adquiere significado para las comunidades y los individuos.

En México, los analistas de política poco hemos hablado sobre cómo ambos planos (el de la policy y el de la escuela) interactúan para transformar radicalmente el ambiente educativo en donde se desarrollan y desenvuelven las niñas, niños, jóvenes y adultos. Sigue habiendo un vacío analítico que a los investigadores nos toca llenar.

Enriquecer las decisiones

Otro acierto de la propuesta de Muñoz es que buscaba enriquecer la base de información para realizar una mejor toma de decisiones de políticas. Por muy importantes que sean los datos globales sobre el SEN —los cuales hay que seguir construyendo y refinando—, la mirada sobre lo que hacen bien las comunidades escolares y los agentes educativos es imprescindible. No pocas políticas que presentan un “buen” diseño llegan a buen puerto. Una de las explicaciones más comunes de este fracaso es que la acción pública no tiene la capacidad de aprovechar las prácticas innovadoras y de transformación que las comunidades escolares y los agentes educativos han desplegado. Entonces, un acercamiento más cauto y humilde a la realidad escolar y educativa es necesario.

La innovación educativa (IE) para algunos autores significa “alterar la realidad vigente” con el ánimo de modificar concepciones y actitudes y así poder contribuir, en mayor grado, al mejoramiento de los procesos de enseñanza-aprendizaje (Carbonell). Cuando se habla de innovación educativa, dicen otros, se va en contra de lo “mecánico, rutinario y usual” (Juan Manuel Escudero). Para colegas como Yolanda Jiménez, de la Universidad Veracruzana, la IE debe entenderse como la transformación de las condiciones de aprendizaje y en este sentido, prosigue Jiménez, hay que pensar en al menos dos cosas. Primero, la Secretaría de Educación Pública (SEP), mediante sus acciones deliberadas, sofoca la innovación, no la promueve, cosa que podría cambiar si se decidiera a abandonar la idea del control. Este control, dice la investigadora, se revela cuando, por ejemplo, se promueve el currículum único para todo el país. Ante la inminente presentación del Modelo Educativo del Siglo XXI, ¿veremos a una SEP inteligente que aprendió a crear espacios de libertad para la innovación educativa o seguiremos viendo al “paquidermo reumático” sentándose y apachurrando la vitalidad escolar?

Espacios de aprendizaje

La segunda condición que menciona Jiménez para comprender mejor la innovación educativa es que la escuela puede no ser siempre el espacio en donde esta aspiración ocurra. Tristemente, algunos establecimientos escolares de nuestro país siguen asentados en una organización de tipo industrial (fordista) en donde lo que importa es cumplir el horario o mantener la rutina y la disciplina. Leticia Landeros y Concepción Chávez refuerzan esta idea al analizar los reglamentos de las escuelas mexicanas (INEE, 2015). Entre otras cosas, estas autoras observan que existe una “profunda preocupación” por el control de la conducta de los estudiantes; pero lo más grave es que, según Landeros y Chávez, ese control no ofrece algún aprendizaje para los educandos. La mayoría de los reglamentos escolares “prohíben actos sin dar elementos para asociar dicha prohibición con un beneficio”. Es controlar por controlar. Así, ¿quién puede innovar?

La idea de fundar el INNED levanta diversos cuestionamientos. El más evidente es que con otro instituto de este tipo, se engrosaría la burocracia educativa esto ocurriría —nada más ni nada menos— que en tiempos de recortes presupuestales. Segundo, también es razonable pensar que podría haber un traslape y duplicidad de funciones con la Dirección General de Investigación e Innovación que el INEE incluye en su estructura. Pero a favor del INEED juegan dos temas: (1) podría haber una “sistematización” de la práctica” mucho más amplia y rigurosa de lo que hasta ahora han hecho los diversos investigadores educativos, y (2) el fracaso de las políticas educativas —que delinean el plano macro— parece ser cada vez más evidente; por lo que el plano micro va adquiriendo mayor centralidad en el debate educativo y en el análisis de las políticas públicas.

Fue publicado en Campus Milenio

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