Dijo Jorge Drexler en uno de sus tantos recitales que “no hay una profesión más bonita que ser maestro de escuela y no hay nada más importante que cuidar la educación pública… ningún problema constitucional de un país, ningún problema de los serios y de los importantes se soluciona sin la educación” y por lo tanto, sin maestros. Ahora mismo vivimos un problema, estamos experimentando una emergencia viral que ha expuesto nuestra desigualdad de condiciones y nuestra anquilosada habilidad para leer, para interpretar y cambiar nuestro entorno, es urgente un cambio en nuestro modo de ser y para ayudar a hacerlo ha de echar mano la educación y el maestro.
Pero para ayudar a producir un cambio en los otros se necesitan maestros no profesores. Enseñar es una función constitutiva en los humanos, cualquiera puede enseñar aunque algunos pedantes normalistas o pedagogos no lo admitan, es así y basta con mirar cuando los niños se enseñan entre ellos lo que es, por ejemplo, un juego, lo hacen sin haber pasado por una escuela normal o por el magisterio. El enseñar es una función que constituye a los seres humanos, sí, aunque hay que subrayar que no todos tenemos la misma habilidad, vocación y sentido para hacerlo, no todos tienen el “feeling”, así hayan cursado una escuela normal no todos poseen esto, a los que sí tienen esto yo les llamo maestros.
Y es que maestro no cualquiera, profesor sí. Profesor es ya aquel que labura en una escuela o aquel que está ahí en el salón compartiendo temas, o bien, el que ha conseguido el título de una normal que lo avala para transmitir conocimientos. Hay pila de profesores y su modo de laburar es peculiar, por ejemplo están los que comparten el conocimiento y técnica que marca el libro, eso y no más; están los que la mayor parte del ciclo escolar improvisan la clase; los que imaginan que el alumno es un receptáculo que solamente hay que llenar de conocimientos; y están los más obsoletos que incluso llegan a dañar al alumno: los autoritarios de la vieja escuela. Estos últimos son los más, son aquellos que asumen tener la razón en todo, son los que obligan al estudiante a realizar toda actividad como ellos lo mandan, son los que se preocupan más por el peinado y la disciplina del alumno que por su aprendizaje. El escritor peruano José Carlos Mariategui en su libro “Escritos sobre educación y política” escribe que: “Los catedráticos inseguros de su solvencia intelectual tienen un tema predilecto: la disciplina… El verdadero maestro no se preocupa casi de la disciplina. Los estudiantes lo respetan y lo escuchan, sin que su autoridad necesite jamás acogerse al reglamento ni ejercerse desde lo alto de un estrado. En la biblioteca, en el claustro, en el patio de la Universidad, rodeado familiarmente de sus alumnos, es siempre el maestro. Su autoridad es un hecho moral. Sólo los catedráticos mediocres, y en particular los que no tienen sino un título convencional o hereditario, se inquietan tanto por la disciplina…”. Sigo a Mariategui en esto, creo que una educación disciplinaria oculta una carencia de conocimientos y recursos didácticos en el profesor, a la vez creo que una educación basada en la disciplina cercena la diversidad de habilidades en los alumnos porque sólo se les enseña a obedecer. Esto, como lo escribe el peruano, no es parte de un verdadero maestro y no es lo que necesitamos para leer, comprender y modificar nuestro entorno y nuestro modo de ser.
Para superarnos a nosotros mismos y modificar nuestro actual contexto no es suficiente la mano de un profesor, tampoco la de alguien que se sienta pastor o guía de rebaño, lo que se necesita son maestros. Nietzsche afirmaba que un maestro no se concibe como un guía sino como un liberador, como alguien que te libera de las ataduras del rebaño, en “Así habló Zaratustra” escribió que: “Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo…”, por lo tanto un verdadero maestro, para él, no es aquel que te enseña a seguirlo sino aquel que te enseña a seguirte a ti mismo. El pedagogo brasileño Paulo Freire va por la misma línea, él decía “lucho por una educación que nos enseñe a pensar, y no por una educación que nos enseñe a obedecer”. A la vez, un maestro está lejos de ser alguien que ve al alumno como un ente al que hay que llenar de saberes, el mismo Freire llamaba a este modo de educar “educación bancaria” porque se asemeja al quehacer bancario, a los depósitos que se realizan en las cuentas de estas entidades. Por el contrario, un maestro en vez de coparte o llenarte te vacía, te sacude y cuestiona todo lo que posees, todo lo que crees saber, tus prejuicios, lo que das por hecho, etcétera. A un maestro no le resultas útil si ya estás lleno, pongamos un ejemplo para aclararnos esto: pensemos en un vaso, cuando éste está lleno no nos es útil, nos es servible sólo cuando está vacío, cuando hay espacio para introducir o guardar algo en él, lo mismo un alumno, si ya no hay espacio en él qué puede aprender, si asume un conocimiento como absoluto qué cambio podemos generar en él. Es aquí cuando la labor del maestro se vuelve una deconstrucción que te ayuda a desmontar tus saberes, o en una expresión, que te ayuda a pensar por ti mismo.
La diferencia más crítica entre uno y otro es, así me lo parece, que el profesor no sabe cuál es la relevancia y finalidad de su quehacer. Es necesario en alguien que va a educar tener la capacidad de comprender el mundo y a partir de dicha comprensión dialogar y trazar un escenario común, no sólo ejecutar lo que dice el libro o lo que ordenan los superiores. En estos momentos el profesor está deseando volver a la normalidad de la que venimos, en cambio el maestro ve una excelente oportunidad para no volver a nuestro modo de ser de antes. El tema es que estamos en un problema serio, de esos importantes dice Jorge Drexler, y si queremos una existencia distinta es necesario observar, reflexionar y cuestionar nuestras perplejidades como individuos y como sociedad, para ello necesitamos la ayuda de maestros, necesitamos la ayuda de esos que nos enseñan a pensar.