La casa como reflejo del sistema nervioso, la historia emocional y la educación: una lectura fenomenológica desde la NEM

Avatar de Julio César Martínez Ríos

El rezago y el abandono educativo no nacen en el aula: nacen en la desigualdad estructural, en la precariedad afectiva, en la violencia normalizada, en la falta de oportunidades y en la crisis social que se vive en los hogares.


Los docentes solemos decir que la verdadera educación comienza en casa. Esta afirmación, más que un lugar común, es un hecho profundamente sostenido por la psicología del aprendizaje, el constructivismo sociocultural, la neurociencia y, hoy, por la filosofía educativa de la Nueva Escuela Mexicana (NEM), que reconoce el papel del contexto y la vida cotidiana en la formación integral del ser humano. La casa, con su luz, sus sonidos, su armonía o su caos, es una extensión viva del sistema nervioso; es un espacio donde se construyen significados, emociones y vínculos que el niño más tarde llevará al aula. Desde una lectura fenomenológica, el hogar se vuelve el escenario donde se experimenta —y por tanto se aprende— el mundo.

Durante décadas, el modelo educativo mexicano estuvo marcado por el positivismo racionalista, que reducía el aprendizaje a la acumulación de contenidos, desconectado de la vida emocional, del contexto histórico y de las realidades sociales. Ese enfoque tecnocrático ignoró la experiencia vivida del estudiante, lo subjetivo, lo cotidiano, lo familiar; dejó fuera los afectos, las desigualdades, las historias de violencia o abandono, factores que condicionan de manera radical la capacidad de un niño para aprender, regularse y permanecer en la escuela. Bajo esa mirada deshumanizante, muchos estudiantes fueron etiquetados como rezagados, cuando en realidad eran víctimas de un sistema que no veía sus contextos, ni sus dolores, ni sus condiciones materiales.

La NEM recupera precisamente eso que el positivismo invisibilizó: la experiencia humana situada, las emociones, los vínculos, la comunidad, la dignidad y la desigualdad estructural que condiciona las oportunidades educativas.

Cuando observamos la vida del hogar desde una mirada pedagógica y fenomenológica, entendemos que cada experiencia moldea la conducta. El niño aprende por condicionamiento clásico a asociar el tono emocional del hogar con seguridad o miedo; por condicionamiento operante, aprende qué conductas son reforzadas o castigadas; mediante aprendizaje vicario, incorpora modelos conductuales de los adultos que conviven con él. El conductismo explica estas respuestas como producto del ambiente, pero la comprensión se profundiza cuando añadimos a Vygotsky, quien nos recuerda que el hogar es el primer espacio de mediación simbólica, donde el lenguaje, la convivencia y la guía emocional construyen pensamiento. Para Bruner, la casa es el primer andamio narrativo: ahí se aprende el significado del mundo, la autoestima, el “quién soy”.

Si un niño crece en un ambiente donde hay diálogo, afecto, contención y escucha, su Zona de Desarrollo Próximo se expande; cuando crece en silencio, en caos o en violencia, esa zona se contrae. Lo mismo sucede con los andamios emocionales: un hogar afectivo permite construir identidad; uno hostil fragmenta al yo. La fenomenología coincide: lo vivido no sólo se recuerda, se encarna.

Esta realidad es inseparable de la biología. El hogar modifica la neuroquímica: la serotonina sostiene estabilidad emocional; la oxitocina favorece la confianza y el vínculo; la dopamina impulsa la motivación para aprender; mientras que la adrenalina y el cortisol, hormonas del estrés, se disparan en ambientes de tensión, afectando la memoria, la atención y el desarrollo cognitivo. El tálamo óptico filtra los estímulos del hogar y activa respuestas de alerta o calma; la glándula pineal altera el sueño cuando el ambiente es hostil; la pituitaria, al dirigir el sistema hormonal, condiciona los estados del cuerpo según la calidad de vida doméstica. Un cerebro en modo supervivencia no aprende, no atiende, no memoriza, no piensa críticamente, no se regula; simplemente resiste.

Por eso la escuela no recibe “alumnos”, sino historias encarnadas. El rezago y el abandono educativo no nacen en el aula: nacen en la desigualdad estructural, en la precariedad afectiva, en la violencia normalizada, en la falta de oportunidades y en la crisis social que se vive en los hogares. La NEM reconoce esto de manera explícita al afirmar que la educación debe partir del contexto social, histórico y comunitario del estudiante, porque —como propone su enfoque humanista— nadie aprende en soledad ni fuera de su realidad concreta.

La NEM invita a mirar al estudiante como un ser integral, no como un receptor de contenidos; y a entender que el rezago no se combate con exámenes estandarizados , sino con dignidad, acompañamiento, comunidad y comprensión de la vida emocional que la escuela recibe cada mañana.

Transformar la casa es también transformar la identidad. Ordenar, limpiar, reparar, iluminar o embellecer un espacio no es una tarea doméstica trivial: es un acto de autovalor. El sistema nervioso lo lee como un mensaje profundo: “merezco paz”, “me cuido”, “soy digno de un espacio seguro”. Así, la persona deja de repetir mecánicamente los condicionamientos del pasado para construir conscientemente una nueva historia en su ineditum viable (Paulo Freire).

La casa no es sólo una casa. Es la primera escuela, el primer núcleo de mediación cultural, el primer espejo emocional, el primer modelo de vínculo y el primer entorno donde el niño comprende si pertenece o está solo. Es el lugar donde comienza la educación más determinante de la vida. Y es también el punto de partida para entender, desde la NEM y desde la fenomenología, que no puede haber justicia educativa sin justicia emocional y sin justicia social.

COMENTARIOS