La ilegalidad es un cáncer que corroe el tejido social. Somos una nación que se pretende moderna y democrática, pero la educación que recibimos sobre las leyes y su acatamiento ha sido deficiente; otras veces ha sido nula o negativa.
Somos una sociedad formada por una revolución armada que se hizo gobierno y que nos educó poco en el respeto a la ley, mucho en la obediencia a la autoridad. Este autoritarismo era asimilado desde la escuela, como lo demostró el estudio de Rafael Segovia, La politización del niño mexicano (1975).
Construimos, con grandes esfuerzos, un sistema electoral democrático, pero no hemos logrado transitar hacia un real estado de derecho. La ley no está en el centro de la preocupación ciudadana. En una encuesta reciente se le preguntó a la población adulta: ¿Cree usted que los ciudadanos deben obedecer siempre las leyes? El 60% contestó que sí, de lo cual se colige que el 40% restante opina que no.
La fragilidad de nuestra cultura de la legalidad quedó confirmada en la respuesta que obtuvo esta otra pregunta: ¿Cree usted que los ciudadanos pueden desobedecer las leyes, si les parecen injustas? El 36.2% de los mexicanos contestó afirmativamente (De la Barreda, 2015).
El respeto a la ley no se produce con una simple autorregulación de la conducta o con la adquisición de tales o cuales habilidades, es algo vinculado a la estructura básica de la personalidad y que se construye a lo largo de la vida. Es resultado, por lo mismo, de muchas circunstancias que intervienen en distintas etapas del desarrollo de la persona: los patrones de crianza, las relaciones padre-hijo, la vida escolar, etcétera.
El aprendizaje comienza en la familia. En el ámbito familiar aprendemos autodisciplina y seguimos reglas que se convierten en hábitos: reglas de conducta elementales (no golpear, no tomar lo ajeno, compartir) y reglas de urbanidad (saludar, ser puntual, escuchar sin interrumpir).
Antes de aprender la norma legal, aprendemos las reglas morales. Padres y maestros nos enseñan que es bueno ser honrados y que es malo hacer trampas; que es bueno ser justos y que es malo ser abusivos; que es bueno hablar con la verdad y malo decir mentiras; que es bueno respetar a las personas y que es malo despreciarlas, etcétera.
La escuela nos enseña a acatar normas recogidas en los reglamentos escolares, o bien normas acordadas entre maestros y alumnos, pero además nos pone en contacto, por primera vez, con el conocimiento de la ley, el gobierno, la policía, el sistema judicial, etcétera, y, asimismo, nos enseña que el no cumplimento de las normas implica sanciones.
Los medios de comunicación tienen, a su vez, una responsabilidad fundamental en la gestación (o no gestación) de una cultura de la legalidad puesto que ejercen enorme influencia en la mente de los niños, los adolescentes y los adultos.
Una vez adultos, seguimos aprendiendo a través de la experiencia. Los mayores de edad tenemos trato diario con las leyes: al firmar un contrato, al reclamar derechos laborales, al recibir una multa, al pagar impuestos, cuando somo víctimas de un crimen, etcétera, etcétera. El papel del entorno es decisivo y en particular nos influye mucho el ejemplo de nuestros líderes y gobernantes.
Pero puede ocurrir, como realmente ocurre, que todas las agencias educadoras —la familia, la escuela, los medios, el entorno— no cumplan satisfactoriamente su papel o actúen, a veces, como agencias de contra-educación, en ese caso tenemos una sociedad en crisis y en peligro de desagregación. Ése es, yo creo, lamentablemente, nuestro caso (7 de julio 2017).