Desde 1994, cada 5 de octubre se celebra el día Mundial de los Docentes, en conmemoración de la recomendación firmada en 1966 por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la UNESCO, relativa a la situación del personal docente; en dicha recomendación se establecen criterios en cuanto a los derechos y responsabilidades del personal docente y normas para su formación inicial y perfeccionamiento, contratación, y condiciones de enseñanza y aprendizaje.
A diferencia de la UNESCO, en México la conmemoración del día del maestro data de hace más de cien años. Diversas fuentes mencionan que fue Venustiano Carranza quien en 1917 decretó que el 15 de mayo se celebraría a los maestros (¿Por qué se celebra el Día del Maestro el 15 de mayo en México?) Pero, ¿por qué este día y no uno antes o después? Al parecer, los motivos son tanto patrióticos como religiosos. El 15 de mayo se conmemora la toma de Querétaro ocurrida en 1867, cuando el ejército mexicano derrotó al Segundo Imperio de Maximiliano. También un 15 de mayo, pero de 1950, el Papa Pío XII proclamó a San Juan Bautista de La Salle como santo patrono de los educadores.
Mientras la UNESCO justifica la celebración a partir de la reivindicación de derechos y condiciones dignas para el trabajo docente, en México el propio sistema la ha despolitizado, despojándola de cualquier referencia en este sentido. Actualmente, ya sin festejos y obsequios -que por cierto son PRESTACIONES de ley-, la SEP ha convertido el día del maestro en una celebración edulcorada, similar a la del día de las madres.
Desde una perspectiva histórica, los nexos entre religión y magisterio han existido y permanecido a través del tiempo, si bien la figura del maestro se ha reconfigurado continuamente. Primero fue definido como un artesano que, sin poseer una formación especializada, enseñaba a leer y escribir; luego pasó a ser un misionero difusor del nacionalismo y el progreso, un “apóstol” de la educación -nótense las referencias religiosas, cual si se tratara de predicar el evangelio-; después se le dio el estatus de agente de transformación social; la creación del SNTE contribuyó a configurarlo como burócrata y trabajador al servicio del Estado; más tarde surgió la figura del maestro como profesional de la educación. Actualmente, la figura docente se encuentra en proceso de mutación hacia el empresario de sí, un docente cubierto con una gruesa capa de emprendedurismo que se autoprofesionaliza constantemente, al tiempo que es un servidor público obligado a rendir declaraciones patrimoniales anuales de un patrimonio inexistente.
Todas estas transformaciones son construcciones históricas asociadas a los saberes sobre la docencia y la enseñanza que se imponen como verdades, pero también a los diferentes proyectos educativos gubernamentales igualmente impuestos, ya sea sutilmente o abiertamente y hasta con lujo de violencia, como ocurrió en 2013. Lo interesante de todo esto es que a 102 años de celebrar el día del maestro, ninguna de estas figuras ha desaparecido por completo; en este proceso, ésa quintaescencia magisterial llamada vocación, ha permanecido como seña de identidad magisterial, no así su significado, sentido y efectos prácticos. Indudablemente, la noción de vocación ha jugado un papel importante en esta permanencia.
En su sentido lato, la vocación es entendida como un llamado a cumplir una misión, una necesidad vital, un impulso, una urgencia; desde siempre ha estado asociada al sacerdocio. Es aquí donde podríamos buscar las primeras marcas y huellas que explican su total vigencia, así como los motivos de su encendida defensa por parte de amplios sectores del magisterio mexicano.
Los gobiernos de distinto signo partidista constantemente aluden a la vocación, la utilizan como argumento para ganar adhesiones en torno a determinados proyectos o decisiones políticas. En todo programa de gobierno y discurso oficial, se dice que el magisterio es “pieza fundamental de cambio”, “agente de transformación social”, un sector de “profesionales comprometidos”. Así fue en el sexenio de Peña Nieto, cuando se definió a los maestros como grandes aliados de la Reforma; en la 4T es igual, se habla de una revalorización magisterial que brilla por su ausencia y del reconocimiento como agentes de transformación, escrito en la Constitución. Así ha sido en cada reforma, reestructuración o política educativa; el magisterio es colocado en un pedestal, aunque en los hechos le sean escamoteados sus derechos, un salario decoroso y condiciones dignas de trabajo.
En el fondo, el empleo de toda esta retórica apuesta a mantener a este sector como un fiel vasallo subordinado al Estado. Alimentar, mantener y lucrar políticamente con la noción de vocación, sirve a este fin. Según se requiera, un día los maestros son convenientemente investidos como héroes, pero al otro, son señalados como responsables del desastre educativo nacional. Cada vez que ocurre un lamentable accidente o una agresión que involucra a las escuelas, la andanada de declaraciones, reclamos, protestas veladas o abiertas, se manifiestan enseguida. La sociedad y las autoridades educativas de todos los niveles, rangos y colores partidistas, terminan apuntando su dedo flamígero hacia las y los maestros.
Este juego político es tan perverso como interminable: de las declaraciones grandilocuentes ensalzando al magisterio y realizando promesas incumplidas como la revalorización tan cacareada por la 4T, se pasa a responsabilizarlo del déficit de aprendizajes y de cuantas dificultades y conflictos ocurren en las escuelas. Para muestra un par de ejemplos: el caso del adolescente que en una escuela de Monterrey disparó a sus compañeros y a una maestra, o el escándalo de la niña Fátima secuestrada a la salida de la escuela, terminó en el anuncio de medidas para evitar este tipo de tragedias, adjudicando nuevas y mayores responsabilidades al magisterio, con la agravante de que, en caso de incumplirlas, se hacen acreedores a sanciones severas como el despido.
Este es el modus operandi de un sistema educativo jerárquico y autoritario. Durante la pandemia, ha adoptado la forma del policía bueno y el policía malo. Al inicio, maestras y maestros fueron definidos como insustituibles. Esto escribió Esteban Moctezuma Barragán en el 2020 a propósito del día del maestro: “su compromiso y vocación para mantener el vínculo con nuestras niñas, niños y jóvenes para que continúen su aprendizaje es ejemplar” (Maestras y maestros son insustituibles). Luego de las alabanzas vinieron las exigencias: buscar hasta debajo de las piedras a los alumnos que nunca miraron las clases por TV o no se conectaron con sus profesores durante las clases remotas; apresurar a los padres -probablemente desempleados y sin recursos para adquirir los recursos tecnológicos necesarios- para que sus hijos entregaran evidencias que por sí mismas, no constituyen prueba fehaciente de los aprendizajes logrados, mucho menos sirven para entender el tamaño de la devastación, las pérdidas, las desgracias y los problemas que la pandemia ha dejado a su paso, afectando en grados diversos a los alumnos.
La vocación no es un atributo propio de todo maestro o maestra por el solo hecho de serlo, tampoco se vive ni se concibe del mismo modo, no es patrimonio exclusivo de “los verdaderos maestros” -cualquier cosa que eso sea-, como recurrentemente aparece en las discusiones entre normalistas y universitarios. La vocación no tiene un significado unívoco e inmutable, tampoco preexiste al ejercicio de esta actividad; a menudo se construye. Sin embargo, la vocación tiene una fuerza de ley, es un instrumento útil para manipular al magisterio, como tratamos de mostrar aquí.
Desde el lado de los docentes, la vocación sirve para muchas otras cosas, cumple otras funciones y tiene otros efectos. En algunos casos puede ser un grillete que nos ata a dogmas pedagógicos; en otros, puede actuar como fuerza potenciadora de sentido, una tabla de salvación en estos tiempos pandémicos. Pero de esto hablaremos en otra entrega.
Publicado en Insurgencia Magisterial