El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, presuntamente cometido por un joven de 17 años, sacudió al país. Más allá del impacto mediático y de cualquier lectura política, este triste acontecimiento nos obliga a retomar un problema que la sociedad ha dejado crecer: hemos soltado a nuestros jóvenes.
Cada vez son más los adolescentes que crecen sin guía, sin acompañamiento, sin una brújula moral que les ayude a distinguir entre el bien y el mal. No es solo un problema de inseguridad, de pobreza o de falta de oportunidades: es un problema de sentido, de vacío ético, de abandono emocional. Detrás de cada joven que se desborda hacia la violencia hay una larga lista de silencios, de puertas cerradas y de valores ausentes.
Algo falló, en algún momento, en su familia, en su colonia, en su escuela, en su ciudad o en su país, que lo orilló a un camino sin retorno.
¿Y qué hicieron sus padres, sus amigos, sus maestros, sus legisladores, sus autoridades por evitarlo? Nunca lo sabremos. No es que busquemos culpables, sino que debemos reconocer una tendencia cómplice. A medida que los hijos crecen, los padres se retiran. Dejan de asistir a la escuela, de preguntar cómo están, de interesarse por lo que viven, piensan o escuchan. Se confunde la libertad con abandono. Rebeldía con ilegalidad. Madurez con vacío. La adolescencia, esa etapa en que los jóvenes más necesitan atención, contención y ejemplo, suele coincidir con el momento en que los adultos bajan la guardia.
La escuela, por su parte, ha ido perdiendo terreno en su papel formativo. Acotada por burocracias, nuevas responsabilidades, programas oficiales y requerimientos interminables, cada vez tiene menos espacio para formar conciencia y criterio. Educar en valores se torna una imposibilidad.
La filosofía ha insistido, desde hace siglos, en que los valores son el corazón de la vida humana. Aristóteles definía la ética como “el hábito del bien”, algo que solo se construye con práctica, ejemplo y acompañamiento. Kant sostenía que la moralidad consiste en actuar de manera que nuestros actos puedan servir de ejemplo universal.
La ausencia de valores no empezó este año, ni hace un sexenio. Se forma desde el descuido cotidiano alentado desde hace décadas: en la falta de diálogo, en los hogares donde nadie pregunta ni escucha, en las aulas donde se enseña sin inspirar, en los contextos violentos que forjan nuevas violencias. El joven sin guía busca modelos en donde puede: en la calle, en los influencers, en los discursos de poder o de violencia que se repiten por todas partes.
Infinidad de estudios científicos indican que la exposición continuada a la violencia está asociada a mayores tasas de ansiedad, depresión, rendimiento escolar bajo y conductas agresivas.
Por eso, cuando un adolescente comete un crimen, la indignación cala más hondo. Porque hay que preguntarse qué dejamos de hacer como familia, como escuela, como sociedad. Educar en valores no es tarea exclusiva de los maestros, ni de los padres, ni del Estado: es un acto compartido.
Formar ciudadanos no se logra con discursos, sino con presencia, voluntad social y con un contexto donde la violencia deje de ser atractiva. Es enseñar que la vida tiene valor, que el otro importa, que el respeto y la empatía son caminos de convivencia. Cuando soltamos a los jóvenes, cuando dejamos que crezcan sin raíces morales, no solo los perdemos a ellos: nos perdemos todos.
