Un poco de nada era suficiente para volar libre, casi nada para imaginar mucho; sin ataduras y sin estrés sintiéndose parte del mundo, ese mundo que rodaba como una pelota, era una burbuja intocable a pesar de la realidad.
Ahí entre las canicas, entre los juguetes se escondía un puñado de sueños; entre los amigos estaba una sociedad sin ambiciones.
Niños fuimos mejores que ahora, mejores que hoy; niños a nuestro modo, más propios, con más origen, con más arraigo; entrañable nacimiento que el tiempo nos aleja de la memoria; esos días llegaron al fondo de nuestro ser, se quedaron impregados en nuestra existencia.
Niños sin tecnología, sin artificios excluyentes; era nuevo y desconocido nuestro ambiente; nos pertenecía el suelo, nos arropaba el aire de los árboles, el pasto contaba nuestros pasos.
El sol anunciaba el renacer de más de 24 horas para hacer o no hacer nada, aún sin tener nada, sin mayor seguridad que la conciencia de estar vivo, así pasaron los días más valiosos de nuestra vida.
Sin deudas, sin excusas, sin complejos, con carencias, con impedimentos, con miseria a veces, fuimos niños que dimos y recibimos amor puro y sincero, unos más que otros desde luego; y si hubieron días grises, oscuridad y suvenires corporales…que al fin de cuentas sirvieron para enderezar el sendero en la mayoría de nosotros.
Niños fuimos que olvidábamos ofensas, que sabíamos perdonar con franqueza, que queríamos ser grandes, sin resentimientos, sin amarguras.
Melancolía con sabor agridulce, una historia muy nuestra. Niños de ayer, muy, muy distintos a los de hoy.