En medio de un debate educativo centrado en la tecnología, las medidas sanitarias para el regreso a clases y la reanudación del ciclo escolar, surgió una nota periodística cuyo encabezado conjuga el asombro, la esperanza y la vergüenza: “Niña obtiene amparo para recibir educación en mejores condiciones”. La noticia: Marichuy, una estudiante de educación primaria en el municipio de Soledad, San Luis Potosí, logró, junto con sus padres y un equipo de litigio, que una juez ordenara a las autoridades educativas de su entidad que mejoraran el edificio escolar al que asiste, tras denunciar situaciones tan indignantes como tener que evitar orinar durante el horario de clases dadas la insuficiencia de las letrinas del plantel. Además, manifestó la falta de profesores, el mal estado de las paredes y los techos, la mala ventilación y la carencia de agua adecuada para el consumo humano.
El logro de Marichuy es una bofetada seca y contundente al acartonado discurso político que no duda en ensalzar los efectos positivos de la educación, en recordar una y otra vez al indio zapoteca que a través de las letras superó su miseria hasta llegar a ser presidente, discurso que incongruentemente proviene de quienes siguen permitiendo que sean inauguradas escuelas sin los elementos mínimos necesarios ya no para aprender, sino para albergar dignamente a seres humanos. Lo expuesto por la estudiante potosina es tan solo una pequeña muestra de las enormes carencias materiales en el ámbito educativo que se concentran, sobre todo, en aquellos planteles a los que asisten los niños originarios de los contextos más adversos.
La hazaña de la niña potosina es también un recordatorio de la atención a las prioridades más urgentes de nuestro sistema educativo. Se ha debatido mucho en estos momentos, por ejemplo, acerca de las enormes carencias y necesidades en cuanto al uso de la tecnología educativa. En otros tiempos el debate público se ha centrado en los resultados de pruebas internacionales, en las legislaciones en materia educativa, las pugnas entre los grupos de poder en el ámbito y los procesos de selección de docentes. Temas como éstos, sin duda importantes y necesarios de reflexionar, palidecen ante otros de mayor calado que no reciben la atención suficiente de la opinión pública, tales como el abandono escolar, la falta de cobertura en el servicio educativo o, como en el caso que ocupa a este escrito, las lamentables condiciones materiales de los planteles escolares.
La acción de Marichuy debería ser la punta de lanza para abrir el debate educativo desde una perspectiva más integral. No puede ser posible que sigamos soñando en una educación de vanguardia mientras permitimos que existan escuelas como la de la niña potosina. Es vergonzoso, por aislado que sea el caso, que sólo mediante una orden del poder judicial una escuela pueda aspirar a tener baños dignos, planta docente completa o muros en buen estado. Desafortunadamente, la precariedad de las instalaciones escolares, así como otras desgracias educativas, ya no son noticia en México y pareciera que son algo natural.
La hazaña en San Luis Potosí, además de resaltar una realidad educativa lamentable para buena parte del alumnado mexicano, debe ser vista como un emblema en la defensa del derecho educativo y la escuela pública: nos vino a recordar que no es normal ni mucho menos aceptable la precariedad de las instalaciones escolares, ni cualquier otro tipo de afrenta a un derecho tan valioso como el educativo. Con su ejemplo, Marichuy nos invita a soñar muy alto: ¿Qué pasaría si, emulándola, los alumnos y padres de familia de muchas partes del país denunciaran las malas condiciones de los planteles? ¿Si ya no fuera algo normal ni tolerable la falta de agua potable, electricidad o techos dignos en las escuelas? ¿Si hubiera consecuencias legales para todos aquellos que inauguran escuelas en tales condiciones? ¿Si nos decidiéramos a defender, hasta las últimas instancias, a la institución que por esencia debe buscar la igualación social: la escuela pública?
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