Hace unos días, el presidente López Obrador hizo un llamado a las autoridades de las universidades públicas para que regresaran a las clases presenciales. Y el llamado fue precedido por dos críticas. La primera fue dirigida a los docentes y trabajadores porque están cobrando su salario y siguen “en la comodidad de su casa” sin correr riesgos. La segunda, se orientó hacia las élites de poder que controlan la vida interna de las universidades (La Jornada, 7 de octubre del 2021). Revisemos el pronunciamiento del presidente, dado que en estas dos piezas discursivas se sustenta la presión política del presidente para el regreso a las clases presenciales en las universidades públicas del país.
En el caso de la primera crítica, se debe señalar que es ofensiva en todos los sentidos. Y, a su vez, refleja un desconocimiento de cómo funciona la educación virtual. Cualquier docente que está desde su casa impartiendo sus clases, sabe del trabajo que conlleva el ejercicio de la docencia a través de esa vía. Y en ningún sentido está en una condición de “comodidad” cobrando su salario. Pero, para el presidente estar frente a una pantalla impartiendo una clase, eso no es estar ofreciendo educación. Eso es “jugar” a dar clases. La verdadera educación –de acuerdo con la percepción del presidente- está en las aulas. Lo demás es “simulación”. En cierta forma, es entendible la percepción del presidente. Su visión se desprende de la educación que le tocó vivir. Una educación por entero fincada en el modelo presencial, donde la condición de lo virtual no tuvo cabida ni por asomo porque todavía no había irrumpido en el escenario educativo. Por ende, no puede “comprender” aquello que no le tocó vivir, no tiene experiencia de vida para ello.
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Sin embargo, su percepción termina afectando el desarrollo de la educación en la era de la Covid-19, porque el modelo presencial difícilmente se puede llevar a cabo en las condiciones que se venía realizando hasta febrero del 2020. ¿Por qué? Porque no se pueden tener salones con 40 o 50 alumnos. Eso sería correr un riesgo importante en términos sanitarios. Por ende, para solventar este problema, la vía es a través de un modelo mixto o, en su defecto, un modelo híbrido donde se imparta la clase de manera sincrónica a alumnos que están de forma presencial en el salón de clases y de forma virtual a los otros alumnos que complementan el grupo. Pero, un modelo de este tipo requiere de una buena señal de internet en las escuelas, para que los maestros puedan impartir sus clases desde cada una de las aulas. Y eso es con lo que no se cuenta actualmente en las escuelas. Se supone que en el 2023 –de acuerdo con lo que se ha señalado en la Estrategia Nacional Digital del gobierno federal- se tendrá “internet para todos” en México, pero por el momento no se cuenta con ello.
Desde nuestra perspectiva, la tarea del presidente tendría que orientarse hacia adecuar las condiciones del sistema educativo hacia los imperativos que nos está marcando la pandemia. Empecinarse en desarrollar el modelo presencial per se, sin apostarle a la digitalización de las aulas es un error. El futuro de la educación no está en el modelo presencial, sino en el modelo híbrido. ¿Por qué? Porque la Covid-19 seguramente se constituirá en una enfermedad endémica; esto es, que se mantendrá de forma permanente entre nosotros, tal como ocurre con el VIH; y, por ende, no se podrá desarrollar por entero el modelo presencial de aquí en adelante. Y eso implica un marco de preparación para ese escenario. Tal como lo están realizando las escuelas privadas. Si eso no ocurre, la brecha digital se “ampliará” todavía más. Y tendremos a niños, adolescentes y jóvenes recibiendo una educación diferenciada que podría impactar de forma sustantiva en términos de aprendizaje. Este es el tema que tendría que ocupar al presidente y a su Secretaria de Educación Pública –la tecnologización de las aulas para implementar un modelo educativo híbrido en la educación pública en México- y no el hecho de “reclamar” a los maestros porque están muy cómodos en sus casas cobrando su salario.
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Agrego un elemento más, antes de pasar a la segunda crítica: lamento bastante que el presidente hable de que los maestros asuman “riesgos”. Ese pronunciamiento habla de una falta de sensibilidad y, sobre todo, de una falta de empatía hacia un gremio que históricamente lo ha respaldado. Y habla, además, de una percepción del presidente frente a la realidad que impone la pandemia: antes que prevenir y adecuar las condiciones para impartir una educación donde se garanticen los aprendizajes de los alumnos; pero, sobre todo, la salud de los maestros y los alumnos, el presidente se decanta por “tomar riesgos” y ver qué pasa. Cuando el presidente habla en esos términos, quien habla no es el presidente, sino el luchador social. Ese que en infinidad de ocasiones tomó riesgos –porque así lo demandó la coyuntura política- y además salió adelante. En ese sentido, en la expresión “hay que tomar riesgos” se traduce una experiencia de vida. Experiencia con la cual impone una decisión política a todos aquellos que no piensan como él.
En lo concerniente a la segunda crítica, he de señalar lo siguiente: he afirmado desde hace un buen tiempo –desde diversos espacios-, que el presidente no confiaba en las universidades públicas. Y cuando se dio a conocer su declaración en el sentido de que las “instituciones de educación superior estaban bajo el control de mafias” (La Jornada, 10 de octubre del 2021), no hizo más que confirmarme lo que vengo afirmando. El presidente no confía en las autoridades de las universidades públicas y, por ello, su política hacia esas instituciones tiene que ver por entero con el tema de las finanzas. Y en algunas de ellas, aprovechando la debilidad política en la que se encuentran debido a su situación financiera, pretende que reformen sus contratos colectivos de trabajo. Discusión que se viene perfilando desde el 2019 con el famoso “cambio estructural”, pero con la irrupción de la pandemia el tema se detuvo un poco, pero eso no significa que se haya eliminado del escenario. El tema sigue en la mesa y las autoridades administrativas y sindicalizadas de las universidades lo saben. Por ende, cuando el presidente se pronuncia sobre el regreso –por entero- a las aulas, las autoridades de las distintas universidades toman nota y declaran que regresarán este 18 de octubre. Y lo hacen, también, por un tema presupuestal. Si no regresan a clases, desde el centro del país les pueden obstaculizar la entrega de los recursos para terminar el año. Visto así, las universidades públicas regresarán a las escuelas este 18 de octubre y lo harán por una presión del presidente, no porque sea el mejor momento para retornar a las aulas.
No tienen alternativa: el presidente tiene el sartén por el mango. Aquí no se aplica eso de “por la fuerza nada, todo por la razón”. Hay excepciones en la aplicación de ese principio ideológico. Y la excepción se rompe cuando en el escenario se impone la creencia personal del presidente.
Termino con lo siguiente: las universidades públicas van a regresar al modelo presencial, y eso representa, de su parte, un gesto de buena voluntad hacia el presidente. Un gesto que indica un mensaje de apoyo y respaldo a la decisión presidencial. La pregunta es: ¿lo tomarán en ese sentido en Palacio Nacional? Lo dudo. La desconfianza del presidente hacia las universidades públicas es manifiesta. Y no creo que este regreso modifique un ápice la política del presidente hacia las universidades públicas de este país.
Al tiempo.