Que el sistema educativo se adapte a la persona y no al revés.
Así se resume el fallo que se espera hoy en la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en el caso de Citlali, una niña Mazahua de 9 años con Síndrome de Down, quien durante años ha sido excluida del ejercicio pleno de su derecho a la educación. En preescolar, Citlali fue víctima de discriminación y de bullying; al punto que tenía miedo de ir al baño sola. A los 7 años, cuando sus papás buscaron inscribirla en la primaria de su comunidad, fue aceptada sólo como “oyente” –podía estar, pero no participar en las experiencias de aprendizaje y convivencia con sus compañeros. Sin uniforme, sin aparecer en la lista para la entrega de útiles o libros de texto, sin bailar en el Día de la Madre.
Sus maestras y maestros –en una escuela rural, multigrado, de educación indígena– también vivieron la exclusión. Sin recursos, información, formación, asesoría ni acompañamiento para que pudieran tomar las medidas y realizar ajustes necesarios para que Citlali pudiera aprender lo que más quería y necesitaba. En 2017, cuando los padres de Citlali presentaron un amparo en contra de autoridades federales y estatales, tanto del Ejecutivo como del Legislativo, el sistema educativo se caracterizaba por la exclusión rampante. Hoy, casi dos años y medio después, la exclusión persiste, pero nos encontramos en una coyuntura esperanzadora. Desde la promulgación de la reforma al artículo 3º de la Constitución, se reconoce la inclusión como principio y criterio de la educación, la cual tiene que responder a “las capacidades, circunstancias y necesidades de los educandos”; y se obliga al Estado a tomar “medidas específicas con el objetivo de eliminar las barreras para el aprendizaje y la participación” para que todas las niñas, niños y jóvenes (NNJ) puedan estar, aprender y participar en la escuela.
Para cumplir con este mandato y garantizar el derecho a una educación incluyente, es indispensable ir más allá de una visión de la inclusión como un apoyo “extra” a grupos etiquetados como “vulnerables”. Citlali nos demuestra la futilidad o incluso la violencia de etiquetar, categorizar, segregar sin atender a la persona. La respuesta del sistema para Citlali y su familia ha sido: “O puedes ser indígena e ir a la escuela de tu comunidad o puedes tener una discapacidad y trasladarte (con tus recursos) a otra comunidad para ser atendida en la educación especial”. El derecho de Citlali, como el de las y los 30 millones de NNJ en el país es ser ella; ir a la escuela y ser recibida, reconocida, atendida y valorada por ser ella; participar y aprender con sus pares, con los ajustes y apoyos para ser la mejor versión de ella.
Hoy la SCJN tiene la oportunidad de sentar un precedente que –junto con la Estrategia de Inclusión Educativa que el Ejecutivo presentará en noviembre– impulse la construcción de un sistema educativo incluyente, en el cual hay justicia para Citlali y para todas las NNJ en el país.