“La reducción del número de estudiantes por aula no sólo mejora los aprendizajes, sino que incrementa la motivación y el compromiso tanto del profesorado como del alumnado”. Glass y Smith.
En México, uno de los problemas más persistentes y críticos en el ámbito educativo radica en el excesivo número de estudiantes por grupo. Nuestro país se ubica entre los miembros de la OCDE con las cifras más elevadas, alcanzando salones de 40, 50 e incluso más estudiantes. Esta condición coloca al personal docente en clara desventaja para desarrollar mejores procesos pedagógicos, limitando la posibilidad de ofrecer un acompañamiento diferenciado y afectando directamente el aprendizaje de millones de niñas, niños y adolescentes.
El hecho de que estas decisiones se encuentren en manos de las Secretarías de Hacienda, tanto federal como estatales, revela una lógica administrativa basada en la rentabilidad y no en la pedagogía. Lo que debería ser definido con criterios técnicos y educativos por las Secretarías de Educación termina regulado por visiones presupuestales que reducen la educación a un gasto y no a una inversión estratégica. Esta práctica evidencia un divorcio entre la planeación financiera y las verdaderas necesidades del aula.
La ausencia de un límite máximo en el número de alumnos por grupo refleja esta visión parcial. Mientras se exige un mínimo de 20 o 25 estudiantes para considerar “sostenible” a un maestro, los grupos pueden dispararse a 40 o 50 sin que exista un freno institucional. El resultado es evidente: deterioro en la calidad de la enseñanza, sobrecarga en el magisterio y un impacto directo en la salud física y mental de los docentes. La necesidad de elevar la voz constantemente, mantener el orden en grupos numerosos, revisar tareas y planear de manera masiva genera un desgaste laboral que deriva en ausentismo, estrés crónico e incluso abandono de la profesión.
La problemática se acentúa en zonas rurales y marginadas, donde a través de programas como el CONAFE se sustituye a docentes titulados por jóvenes instructores comunitarios sin formación profesional. Aunque estas medidas buscan cubrir vacantes, en la práctica vulneran el derecho de niñas y niños a recibir una educación con calidad. Esto profundiza las brechas educativas y perpetúa desigualdades sociales.
La experiencia internacional ofrece ejemplos alentadores. En ciudades como Nueva York, la combinación de voluntad política y flexibilidad en la gestión de recursos ha permitido reducir el número de estudiantes por grupo, con resultados positivos tanto en el aprendizaje como en la salud docente. Ajustar el número de estudiantes por grupo no es un lujo, sino una necesidad impostergable. Se trata de una medida indispensable para garantizar el derecho a una mejor educación, fortalecer la profesión docente y generar condiciones propicias para el desarrollo integral del estudiantado.