Hay dos grandes tendencias en torno a la decisión de regresar a las clases presenciales, después de año y cinco meses sin escuelas, y frente a la actual coyuntura de la tercera ola de la pandemia de Covid-19, en México, que es una manifestación de la crisis sanitaria prolongada mundial.
Pero no en todos los sistemas educativos se ha detenido el reloj de las escuelas, en su formato presencial. En España, por ejemplo, se regresó desde septiembre de 2020. Y en otros países de América Latina después de un año de suspensión parcial de actividades en los espacios escolares.
Una de esas tendencias de opinión y decisión es a favor del regreso a la escuela convencional (principalmente ésta es la tendencia que han adoptado las autoridades educativas y de la dirigencia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, además de otros sectores sociales como el económico); mientras que la otra tendencia es favorable al no regreso, por ahora, porque las condiciones de higiene de las escuelas no son las más adecuadas para el retorno.
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Con esta última opinión se ha manifestado una franja importante de las maestras y los maestros de educación básica, especialmente de la escuela pública, de todo el país, porque se les coloca en una situación de alto riesgo debido a la posibilidad alta de la transmisión del virus en los espacios escolares. Además, debido a la incertidumbre en las condiciones de salud que han creado las variantes del virus.
Los argumentos a favor y en contra son interesantes: El no regreso a clases presenciales por más tiempo podría actuar en perjuicio de las niñas, los niños y las/los jóvenes, en general, pero sobre todo de quienes radican en zonas marginadas o que pertenecen a sectores sociales donde se producen los más altos índices de “abandono” escolar. “No podemos seguir perdiendo más terreno en el ámbito de los aprendizajes”, dicen quienes defienden el regreso a toda costa.
También, los argumentos a favor señalan que el personal que trabaja en el sector educativo ya fue vacunado en su totalidad, y que las y los menores de edad no constituyen una población de alto riesgo en términos epidemiológicos.
Y tienen razón. Pero también tienen razón quienes argumentan que, la vida de los miembros de las comunidades educativas es esencial y que no es correcto que se ponga en riesgo. Este grupo importante de la población, señala además que si ya esperamos casi un año y medio a que decline la pandemia, convendría esperar un poco más, mientras pasa la tercera ola del Covid, y que regresemos a clases presenciales hasta enero o febrero de 2022. Y ello habrá de contemplar la urgencia de hacer llegar la vacunación a menores, entre los 12 y los 17 años, cosa que al parecer será factible en el corto y mediano plazos.
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Aprendizajes: Las obsesiones y los deseos
¿Las medidas que se toman en las comunidades educativas aseguran que las transmisiones del virus no se generalicen o multipliquen? ¿Cuáles son las obsesiones y los deseos de los tomadores de decisiones en el ámbito de la educación escolarizada para imponer su decisión? ¿Cuáles son los límites del llamado al “derecho a aprender”; es decir, éste se ve o no vulnerado al ampliar la suspensión de clases? ¿Cuáles son las obsesiones de los funcionarios públicos, desde el presidente de la república y la secretaria de educación hasta mandos medios del sistema educativo, para regresar a clases a toda costa?
Hay más preguntas: ¿Cómo recuperar los aprendizajes informales o no escolarizados que se lograron durante el resguardo voluntario? Para responder a esta pregunta, en parte, retomo un fragmento de un texto reciente de Rosa María Torres, de Ecuador:
“En el largo encierro los alumnos perdieron sin duda muchos contenidos contemplados en el currículo escolar y aprendizajes que propicia la escuela mediante la enseñanza de los profesores y el contacto con otros alumnos. Pero en la situación de confinamiento niños, adolescentes y jóvenes ganaron muchos aprendizajes valiosos, aprendizajes no-escolares, aprendizajes sociales y emocionales que por lo general no se aprenden en la escuela sino en la familia, en la convivencia familiar, en la comunidad, en la vida cotidiana. Aprendizajes dolorosos en muchos casos, como la violencia y la cercanía de la muerte, que tienen y tendrán enorme impacto en el resto de sus vidas.” (1)
También convendría agregar a todos aquellos aprendizajes que no pasan por el currículo escolar y que resultan ser relevantes en la vida de nuestros estudiantes: Como aprender a andar en bicicleta; aprender a realizar labores de aseo personal o del hogar que nunca se habían hecho; aprender a manejar las nuevas tecnologías de la comunicación, la información y el conocimiento, entre otros nuevos e interesantes aprendizajes no escolares.
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Con esto, me quedo con la impresión, como muchas y muchos colegas docentes, que durante este casi año y medio sin escuelas presenciales, no todo podrá echarse al bote de la basura, en términos de aprendizajes.
Tal parece que la obsesión del regreso a clases presenciales a toda costa o en el tono de “llueva, truene o relampaguee”, por parte de las y los gobernantes de nuestro país, está alineada con las demandas de los sectores económicos o con la necesidad de reactivar la economía local, regional o nacional. Ello está, lamentablemente, por encima de las necesidades sociales o lejos de las demandas sentidas y legítimas de las y los trabajadores de la educación.
Con esto que pasa en nuestro entorno social, uno termina por reflexionar acerca del trasfondo “insustituible”, o no, de la escuela que tenemos y conocemos. Hay muchas razones para pensar, a veces, que la escuela produce más problemas que soluciones… A veces.
Retomo, al respecto, y como metáfora, un fragmento de la autobiografía del escritor Efrén Hernández (1904-1958), quien describe su desilusión por la carrera de Derecho y, de paso, por la escuela, a través de una inusual y aguda crítica a las estructuras escolares universitarias que no apoyan, de pronto, el talento intelectual sino la mediocridad.
“Vine a México a inscribirme en la Facultad de Derecho en el año de 1925 (E.H. era originario de León, Guanajuato). Ahí estudié hasta 1928. Quise dejar esos estudios, por haberme parecido vacío y sin meollo de sustancia verdadera lo que ahí se aprende. De aquella experiencia aún conservo la impresión de que los espaldarazos de los títulos universitarios no son más que un fraude. Especialmente por lo que respecta a licenciados, médicos, maestros y doctores en derecho, artes, filosofía, letras, ya que el don de juicio, la inteligencia creadora, la inquietud metafísica, son dones que se traen de nacimiento, y ni los más conspicuos representantes al uso de la autoridad universitaria sabrían distinguir un verdadero agraciado, de un simple anotador de fechas de nacimiento de autores, de lomos de libros y otras bagatelas, acerca de filósofos o artistas.” (2)
Fuentes consultadas:
(1) Rosa María Torres ¿Qué sabemos y qué aprendimos en el confinamiento?
(2) Material de lectura, UNAM.
Juan Carlos Miranda Arroyo I Contacto: jcmqro3@yahoo.com I Twitter: @jcma23
Publicado en SDPnoticias