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Así como avanza la fase 3 de la pandemia de SARS-CoV-2, este 2020 no habrá celebraciones oficiales con motivo del Día del Maestro.
Decretado por el entonces presidente Venustiano Carranza, en 1917. Publicado en el Diario Oficial de la Federación el 5 de diciembre de ese año, se establece: “en esa fecha deben organizarse festividades culturales que realcen la importancia y nobleza del papel social del maestro”. Se festejó por primera vez en 1918.
Con el tiempo, se ha olvidado lo cultural y la nobleza ha desaparecido para convertirse en una romería: comilonas, stripers, borracheras y rifas de artículos por demás oprobiosos (trastes, planchas, licuadoras).
Por supuesto que no estoy en contra de las comilonas y borracheras, pero nunca será ético hacerlo a costa del estado, es decir, de la gente.
Lo más triste es que muchos docentes asisten a esos convites con ánimo triunfalista. En realidad, con estos guateques gana mucha gente, pero no los maestros. Las pachangas le sirven a los dirigentes sindicales, quienes aprovechan para agasajar a sus allegados. Le sirven al alcalde o al gobernador que aspira a ganar simpatizantes para sus siguientes objetivos políticos. Incluso, le sirve a quienes buscan hacer carrera dentro de la grilla magisterial.
¿Y el maestro qué gana? Escarnio. Burla. Lástima.
Siempre me ha parecido contradictorio que los festejos sean encabezados por quienes más daño le han hecho a la figura del docente. Me refiero a los funcionarios, a dirigentillos y a políticos que negocian leyes, lanzan iniciativas y emiten órdenes que poco honor y poca gloria le hacen al profesor.
Pero ahí radica la verdadera debilidad del magisterio: olvida fácilmente, acepta cualquier canonjía, le ufana el reconocimiento falso y le constipa la autocrítica.
De otra manera no se entiende cómo en 2013, mientras se aprobaba y se ratificaba la reforma educativa de Enrique Peña Nieto, los festejos por el Día del Maestro, lucieron igual de colmados que siempre. Como si nada pasara. Compartiendo la mesa con quienes apuñalarían la educación. Y todo por una plancha, por una televisión o peor aún, por unos tragos.
Todo indica que ya encontraron la fórmula: el descontento del magisterio se olvida con unos regalos, bebida y comida. Porque en tales juergas se congregan lo mismo institucionales que disidentes; a los docentes más brillantes y a los típicos que van donde les den. Todos ellos estrechan la mano a sus principales verdugos: la fauna política.
El verdadero homenaje al maestro debería reflejarse en su salario, en la mejora de sus instalaciones de trabajo, en su seguridad social, pero sobre todo, en la certeza de que las escuelas no se conviertan en puntos de contagio.
Si el gobierno federal, los gobernadores, los municipios, realmente quieren ensalzar la labor docente, háganlo con herramientas que favorezcan su labor: lleven baños y energía eléctrica a todas las escuelas; rehabiliten salones; donen butacas y escritorios; vigilen los alrededores de los planteles; o incluso, pensemos más allá: denle una computadora (o una conexión Internet) a cada profesor o a cada alumno para que ya no haya pretextos para las tareas digitales que la SEP exige.
Obviamente, No lo harán. Se privilegia lo rimbombante, lo inmediato, aunque sea hueco e inútil.
Sirva este Día del Maestro, sin festejos hipócritas, para repensar en el oficio. Para reflexionar sobre esa tan necesaria dignidad profesional. Para exigir autoridades y funcionarios competentes, sensibles y con probada trayectoria frente a grupo. Para solicitar capacitación real, no de autoformación. Para deshacernos de una vez por todas de quienes corrompieron esta profesión en pos de sus intereses. Para cerrarle las puertas para siempre a los que buscan hacer carrera política a nuestras costillas. Para nunca más aceptar migajas disfrazadas de homenajes. Pero sobre todo, para devolverle la nobleza a esta profesión, en nombre de tantos y tantos (dijera Beto Ortiz en su ya mítica columna) “nobles, admirados, magníficos, heroicos maestros”.