Cuenta Adolfo Gilly (1994, pp.190-191) que en 1914, cuando la fuerzas revolucionarias campesinas habían tomado la Ciudad de México, el general villista apodado “El Agachado” amenazó de muerte a un secretario del gobierno que el mismo villismo sostenía, el de la Convención Revolucionaria. El enojo del militar era hacia un licenciado que años antes había ofrecido defenderlo y sacarlo de la cárcel, pero finalmente desapareció con el pago que, por adelantado, había recibido del preso. Juan Banderas, el general encorvado, alegaba que independientemente de la recuperación de su dinero, no podía tolerar que un hombre tan inmoral ocupara un cargo como el que ostentaba su defraudador. Fue el mismo Pancho Villa quien personalmente recomendó al abogado dejar su puesto y abandonar la capital, advirtiendo que de no hacerlo se lo iban a “quebrar”. Esta sugerencia fue abrazada inmediatamente por el funcionario. Contrario a los deseos de “El Agachado”, el licenciado resultaría, a la postre, el secretario de Educación más reconocido en la Historia de México: José Vasconcelos.
Para 1914, parecería inesperado que aquel abogado fraudulento, que tuvo que salir huyendo temeroso de pagar con su vida las trampas de otros tiempos, terminaría convirtiéndose en el “Apóstol de la educación”: se le consideraría como una de las figuras educativas más relevantes, veneradas hasta por Enrique Krauze, a quienes muchos consideran ideólogo de los últimos gobiernos y ha puesto a Vasconcelos como uno de los referentes para medir el desempeño de la próxima secretaria de Educación. ¿Incurrió entonces “El Agachado” en una falacia? ¿Sus críticas hacia el personaje al cual quería quitar la vida nada tenían que ver con su desempeño en la función pública? En lógica, existe un tipo de razonamiento que se conoce como falacia de composición: transferir las propiedades de los elementos de un conjunto a un todo. Así pues, el general villista fincaba sus augurios en un episodio específico de la vida del secretario de Educación.
Aún sin haber tomado posesión del cargo, la llegada de Delfina Gómez a la Secretaría de Educación Pública (SEP) ha desatado, como era de esperarse, una serie de opiniones favorables y desfavorables. Muchas de éstas pueden ser incluso catalogadas como falacias, al notarse que no existe una relación sólida entre las premisas y las conclusiones a las que se llegan. Se predicen los mejores o peores escenarios, en algunos casos como si se tuviera una bola de cristal, sin cuidar el sostén de tales augurios.
Uno de los argumentos más frecuentes es suponer que, por ser maestra, Delfina Gómez será una buena secretaria de Educación. Desafortunadamente, no necesariamente tiene que ser así. Es necesario dimensionar objetivamente la importancia del perfil de la nueva secretaria de Educación: haber ejercido la docencia es, hasta el momento, sólo una esperanza para que una perspectiva más realista y proveniente del interior de las aulas –y no sólo de las oficinas de gobierno– sea incorporada a las políticas educativas del país. Si la nueva secretaria tiene la capacidad para generar acciones acordes a sus orígenes sociales, académicos y laborales, su paso por el cargo debería suponer una experiencia favorable. Desde luego el pasado en la docencia es un componente atractivo, pero no se puede por eso soslayar otras capacidades de naturaleza política o administrativa igualmente importantes para un cargo de ese tipo. Hasta ahí, pues, por el momento, las razones del entusiasmo: una mera posibilidad que los mismos hechos futuros se encargarán de confirmar o descartar.
Muy cercano al razonamiento anterior surge una falacia que consiste en suponer que, también por tener a una maestra en el cargo, se vienen los mejores tiempos educativos. ¿Es acaso tan fácil resolver el problema educativo como poner a una maestra de secretaria? ¿Por qué no se nos había ocurrido antes? Debe añadirse con respecto a esta idea que el mejoramiento del complejo panorama educativo no puede fincarse en una sola persona, por más importante que sea el cargo que ocupa ésta. Se olvida en todo caso el hecho de que en el éxito educativo confluye el éxito de otras áreas de la vida pública. Aunque se tenga la mayor de las voluntades, ¿de qué sirve cuando otros actores, como el presidente de la República o los legisladores, proponen y aprueban, respectivamente, presupuestos que limitan la capacidad de acción en el campo educativo? ¿Podemos aspirar a mejores resultados educativos cuando prevalece el hambre, la pobreza y la desigualdad, generadas mayormente fuera del ámbito educativo? Es pues un error suponer la omnipotencia de una maestra secretaria de Educación.
Se ha dicho también que, por haber ejercido previamente un cargo de confianza por parte del presidente de la República o incluso por haber recibido su apoyo cuando fue candidata a gobernadora, la nueva secretaria se someterá ciegamente a los deseos de su jefe. Incluso, peyorativamente, hace algunos años el expresidente Felipe Calderón se burlaba del nombre de la maestra sugiriendo, en alusión a un delfín, un supuesto adiestramiento por parte del hoy presidente de México. Cabe matizar aquí: ¿no es hasta lógico que el jefe de un aparato de gobierno busque un mínimo de lealtad entre los funcionarios que designa? ¿Existe algún secretario de Estado que actúe con absoluta independencia del jefe del ejecutivo? Desde luego que Delfina Gómez responderá a los intereses del régimen que integra, tal como sus antecesores lo han hecho. Si será un títere o tendrá el valor para defender su perspectiva, está por verse.
Otro razonamiento que se ha mencionado es que, por las filiaciones políticas de la próxima secretaria, la gobernanza del sistema educativo estará en riesgo: se entregarán las riendas de la educación a corrientes sindicales perversas. No necesariamente el perfil político de la maestra asegura lo anterior. Desde luego es preocupante el guiño que Delfina Gómez, en las elecciones para gobernadora en que participó, recibió por parte de personajes ligados a un sindicalismo charro (la versión anterior al que actualmente ostenta el poder) que busca recobrar fuerza y ya hasta un partido político ha formado. Decía uno de estos personajes que el apoyo era “a cambio de nada”: ¿es esto posible en política? Sin embargo, habría que mirar el pasado y darse cuenta que incluso sin haber recibido muestras explícitas de afecto de los líderes magisteriales, sin ser militantes de corrientes sindicales, otros funcionarios le entregaron buena parte del control del sistema educativo al sindicato, en una simbiosis de acuerdo mutuo. ¿No fue, en el sexenio de Calderón, cuando se extralimitó el poder al SNTE que hasta se le entregó la Lotería Nacional a la lideresa magisterial?
Una última falacia, más ruin y despreciable, consiste en asegurar el fracaso de Delfina Gómez en su nueva tarea, dados sus orígenes sociales, académicos y laborales. No es necesario decir mucho para dar cuenta de la debilidad de este argumento: demuestra no sólo la escasa inteligencia de quienes lo vierten, sino también su clasismo. Algunos demeritan la importancia de una escuela formadora de docentes para enaltecer instituciones educativas de renombre internacional, cuando ya la Historia nos enseñó, en la Revolución, cómo generales militares sin formación, algunos semianalfabetas, hicieron pedazos a los militares de carrera, instruidos en las más prestigiosas escuelas europeas: la lucidez no se adquiere sólo a través de costosas colegiaturas en dólares. Algunos otros, tácitamente, intentan negar que los alcances de la hija de un albañil puedan compararse con los de los miembros de la aristocracia: guardando las debidas proporciones, ¿qué pensaría de esto aquel indígena zapoteca que llegó a ser presidente?
Como se observa, el polarizado clima de la vida política del país ha hecho incurrir en juicios que deliberada, forzosa y artificialmente, apuntan hacia escenarios positivos o negativos. Ya no hay matices ni puntos medios. La mesura se ha perdido, pasando a echar las campanas al vuelo a la menor provocación, o a alertar de las peores catástrofes, haciendo muchas veces una tormenta en un vaso de agua. Ninguna de las dos posiciones contribuye a un debate pertinente. Por el momento, aunque parecería una obviedad tener que mencionarlo, no hay elementos para calificar a una secretaria de Educación que ni siquiera ha tomado el cargo. Habrá que ser críticos con su desempeño, alejados de filiaciones o antipatías que impidan ver con nitidez el fenómeno educativo. Hasta hoy, el anuncio de la nueva secretaria de Educación únicamente puede generar esperanzas, preocupaciones y conjeturas que sólo el tiempo se encargará de validar. Ojalá, por el bien de México, sea una excelente secretaria de Educación.
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REFERENCIAS
GILLY, ADOLFO (1994). La revolución interrumpida. México: Era.