El filósofo Byung-Chul Han fue reconocido con el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2025, el cual fue entregado el pasado fin de semana. Han se ha convertido en una voz crítica frente a una época en la que se exalta el rendimiento sin límites. Sus profundas advertencias resuenan como ecos en la realidad de miles de maestras y maestros mexicanos, atrapados entre el ideal del compromiso total y una maquinaria de exigencias administrativas que no se detienen nunca.
En tiempos donde todo se mide, se evalúa y se reporta, el filósofo surcoreano-alemán se ha destacado por elevar la voz contra una ilusión peligrosa: la de la libertad sin pausa. En su libro La sociedad del cansancio, Han describe una época donde ya no somos oprimidos por un jefe (como lo plantea Freire), sino por nosotros mismos. Creemos que actuamos libremente, pero nos hemos vuelto los autores y víctimas de nuestra propia explotación. El docente no escapa a esta encrucijada: o cumple con toda la carga administrativa, aún a costa de su salud, o será víctima de remordimientos, autoenjuiciándose por no ser cumplido.
Hoy, ser docente en México significa mucho más que coordinar un salón de clases. En palabras del profesor Rogelio Alonso Ruiz, “enseñar ya no es suficiente”. Además del aula, el maestro deberá cumplir con una interminable lista de tareas administrativas y formativas, entre las que se incluyen: el Plan Analítico, el Plan de Mejora Continua, su planeación didáctica, los consejos técnicos, capacitaciones de salud, los proyectos ambientales (como plantar árboles o cuidar huertos escolares), las actividades para preservar tradiciones, los ejercicios integradores de aprendizaje, los proyectos transversales, festividades cívicas, actividades altruistas, los cursos de actualización, las certificaciones y las estrategias para promover valores y convivencia pacífica.
A lo anterior se suma la vigilancia cotidiana: revisar mochilas, observar conductas inadecuadas, atender casos de violencia (dentro y fuera de la escuela), acompañar a estudiantes con dificultades emocionales o familiares.
Todo lo anterior bajo el ideal del maestro comprometido, resiliente, creativo, empático, sumiso, innovador, pero sobre todo, cumplido.
Han explica que vivimos en la sociedad del rendimiento, donde ya no se impone la obediencia sino el autoexigirse sin descanso. Nadie te ordena directamente, pero tú mismo te convences de que debes poder con todo. “Hoy el sujeto se explota a sí mismo voluntariamente, creyendo que se realiza”, escribió Han.
En el caso del magisterio mexicano, esa lógica se traduce en una autoexplotación institucionalizada. Un documento, un formato, un diario de clase parecen poca cosa, pero en conjunto forman una carga que consume tiempo, energía y atención que deberían estar dirigida y enfocada exclusivamente en los niños, como mandata la ley.
Y cuando el cansancio llega, el discurso del sistema —o del propio entorno— responde: “tú puedes”, “es tu vocación”, “es por los niños”. El problema no es la vocación, sino el modo en que el sistema educativo mexicano convierte el compromiso en autoexigencia sin límites.
Las políticas educativas actuales promueven la “autonomía profesional del docente” y la “libertad curricular”, pero muchas veces esas palabras funcionan como espejismos: mientras se habla de libertad, aumentan las cargas burocráticas y los controles digitales.
La paradoja que señala Han se cumple al pie de la letra: creemos ser libres, pero esa libertad se convierte en el instrumento más eficaz del control.
El maestro, que debería tener tiempo para pensar, dialogar y crear, se encuentra llenando formatos, subiendo evidencias y asistiendo a capacitaciones que a menudo repiten lo mismo. El resultado: menos reflexión, más cansancio, y una sensación creciente de insuficiencia.
Byung-Chul Han llama a esta fatiga generalizada el cansancio del yo. No es el agotamiento físico, sino un cansancio más profundo: el de quien vive intentando cumplir con expectativas infinitas.
En el magisterio, ese cansancio adopta una forma cotidiana: preparar clases, actualizarse, atender reuniones, participar en proyectos, cuidar la salud emocional de los alumnos, y aun así sentir que siempre “falta algo”.
La educación mexicana se ha vuelto, para muchos, un territorio de rendimiento permanente. Lo que antes era espacio de encuentro y reflexión se transformó en una cadena de tareas.
Sin embargo, Han no propone rendirse, sino resistir de otra forma.
Su filosofía nos invita a recuperar la contemplación, la pausa y el silencio como actos políticos. En su discurso al recibir el Premio Princesa de Asturias, reivindicó “la fiesta y la siesta” como símbolos culturales de resistencia frente al rendimiento sin fin. Desde una visión filosófica, ambas son expresiones culturales de libertad: tiempos donde el ser humano no produce, pero vive. Aplicado al aula, esto significa dar tiempo para pensar, para crear sin prisa, para estar con los alumnos sin medir resultados inmediatos. Educar también es detenerse, contemplar, escuchar.
La escuela podría convertirse en uno de los pocos lugares donde no se rinda culto al rendimiento, sino al sentido. Donde el bienestar no sea una tarea más en la lista, sino una condición real de vida.
Reconocer los límites no es debilidad: es una forma de humanidad.
Y en un sistema que premia el cansancio y glorifica la sobrecarga, reconocer el derecho a no poder con todo puede ser el primer acto de libertad.





