Como en todas las acciones humanas, y de manera relevante, aquellas conducidas desde el gobierno, que tiene la obligación de rendir cuentas, la evaluación es un instrumento fundamental para conocer la situación en la que tal o cual asunto se encuentra y qué tan lejos se está de donde se quisiera. Sin embargo, no hay que perder de vista que, si bien la evaluación es una herramienta que debiera estar despojada de cualquier carga ideológica, en realidad no es así.
Es en ese contexto que debemos ubicar los procesos de evaluación que han venido imponiéndose para valorar la administración pública, sobre todo desde que la concepción neoliberal de la economía logró prevalecer.
La pregunta no es si la evaluación resulta necesaria, sino quiénes están legitimados para decidir acerca de ella, a partir de qué premisas y qué se busca una vez obtenidos sus resultados.
En materia educativa, como en otros asuntos, la evaluación se ha convertido en una forma de conducción política a través de un enjuiciamiento aparentemente neutral, por lo que no es casual sino causal que sea la OCDE o el Banco Mundial los que decidan qué y cómo se evalúa la educación nacional y, en consecuencia, hacia dónde deben orientarse las políticas públicas a ella dirigidas.
Sin desconocer la necesidad de mejorar los niveles de desempeño que los procesos evaluativos otorgan a los alumnos mexicanos en el dominio de las matemáticas o del español, y el deber de acercarnos a los logrados por alumnos de otras latitudes, es indispensable asentar que una evaluación integral del rendimiento escolar en el país solo es posible si dicha evaluación reconoce otros elementos, tanto o más determinantes que los saberes en sí, como sería la nutrición de los educandos, sus niveles de salud, el ambiente sociocultural en que se desenvuelven o las condiciones físicas y de equipamiento de las escuelas.
De verdad, ¿resulta tan difícil entender que un alumno que acude a la escuela sin los nutrientes necesarios tendrá un desempeño menor que otro que está bien alimentado?; en un país donde uno de cada cuatro niños tiene niveles de pobreza alimentaria, ¿ello no influye en los resultados de ENLACE o de PISA?
A la par de estas severas distorsiones que los exámenes estandarizados se niegan a reconocer, la evaluación educativa ha sido aprovechada con dos propósitos altamente disruptivos, que ponen en riesgo la correcta interpretación y mejora de la educación, así como el sano desarrollo del proceso social y político que se despliega día a día, todos los días, y que se concreta en la escuela pública; no hay que perder de vista que el hecho educativo es un hecho político, el más relevante quizás.
El primer propósito pretende responsabilizar a los maestros de los bajos niveles logrados en los exámenes estandarizados, con el argumento de su mala formación y su inadecuada educación continua, obligaciones ambas del gobierno. El segundo, afirmar que los maestros se resisten a la evaluación, lo que ha conducido al gobierno a condicionar la permanencia del docente a los resultados de los procesos evaluativos, hecho que no solo los amenaza sino que puede envilecer cualquier acción que busque elevar la calidad de la educación hacia el futuro.
En esencia, la educación es un pacto sobre qué tipo de personas queremos formar, en qué plazo y qué toca hacer a cada quien, incluidos los maestros pero no solo ellos, y la evaluación deberá proveer de las opciones para lograrlo; si la evaluación, definida por instancias nacionales o desde los centros financieros de poder, no sirve a dicho pacto, la mejora educativa no podrá honrarse.
La evaluación debe impactar la calidad de la educación, pero también la correcta relación y expectativas laborales de quienes la sirven y, en consecuencia, la paz social; esa es su verdadera responsabilidad y dimensión política.