“Es indispensable pensar en la dignidad de quienes enseñan, en el cuidado ético y político de sus cuerpos y voces, sobre todo cuando se ven silenciadas o atacadas injustamente.” Carlos Skliar
Este 1º de mayo, día internacional del trabajo, es necesario dirigir una mirada crítica y propositiva hacia el marco legal que regula las condiciones laborales del magisterio en México. La labor docente, eje central en la formación de ciudadanos y en el desarrollo social, no puede seguir estando sujeta a legislaciones que, si bien contemplan derechos generales, resultan insuficientes frente a las características específicas, los riesgos inherentes y las dinámicas complejas que atraviesan el ejercicio de la profesión educativa.
La educación no es solo un derecho, es un servicio público de interés superior, y quienes lo sostienen —las maestras y maestros— requieren una protección jurídica que reconozca de manera diferenciada la naturaleza y los riesgos de su actividad profesional. Es urgente que el Congreso de la Unión impulse reformas profundas que permitan adecuar la legislación federal en materia laboral, civil y penal, para garantizar no solo condiciones materiales dignas, sino también protección efectiva ante las amenazas que, cada vez más, vulneran el ejercicio libre, ético y seguro de la docencia.
El caso de la maestra Tere en Querétaro, que por cierto está de “permiso sin goce de sueldo” desde dos días antes de que se le terminara su incapacidad médica, y con ejemplos similares que se replican en otras entidades del país, es un triste espejo de esta realidad.
Uno de los primeros aspectos que debe fortalecerse es la consagración explícita de la función docente como actividad de interés público prioritario, lo que implica otorgar garantías específicas para el resguardo de la integridad física, emocional y profesional del personal educativo frente a acusaciones infundadas, campañas de desprestigio o presiones sociales y políticas. No se trata de conferir privilegios, sino de reconocer que el magisterio, por la naturaleza de su relación directa con infancias y juventudes, enfrenta una exposición pública que amerita procedimientos más garantistas y marcos de protección más claros. Al mismo tiempo, deben establecerse mecanismos legales para sancionar el uso doloso o temerario de denuncias falsas contra trabajadores de la educación, protegiendo su derecho al honor, a la estabilidad laboral y a la reparación del daño en caso de ser afectados injustamente.
Es indispensable también impulsar la existencia de protocolos de atención y actuación obligatorios en todo el sistema educativo nacional, en los que se regule cómo deben recibirse, investigar y resolver las quejas o denuncias relacionadas con la función docente. Estos protocolos deben garantizar investigaciones objetivas, resguardar los derechos de todas las partes, asegurar la confidencialidad del proceso y prohibir cualquier tipo de medida o represalia anticipada antes de la resolución definitiva.
Por otra parte, la legislación debe imponer al Estado la obligación de establecer programas nacionales de concientización sobre el respeto a la función docente y sobre la responsabilidad social en la presentación y tratamiento de quejas. No basta con protegerles en el papel o en discursos; es necesario transformar las prácticas culturales que hoy permiten que la sospecha y el linchamiento mediático sustituyan al derecho y al debido proceso.
Se requiere legislar el derecho de las y los docentes a contar con acompañamiento jurídico, psicológico y administrativo inmediato en cualquier procedimiento que les involucre, garantizando su protección integral mientras se esclarecen los hechos. Este acompañamiento debe ser gratuito, especializado y sensible a la naturaleza de la función educativa. Porque la educación es el camino…