Sociedad civil y política pública.

Recientemente cuestionamos a Andrés Manuel López Obrador por su expresión de desconfianza “a todo lo que llaman sociedad civil”. Lamentablemente, no ...
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Recientemente cuestionamos a Andrés Manuel López Obrador por su expresión de desconfianza “a todo lo que llaman sociedad civil”. Lamentablemente, no está solo el candidato en esa visión, todavía de fuertes acentos estatistas–gobiernistas (es decir, que confunde lo público con “lo de gobierno”) y poco convencida de la dinámica de la democracia participativa.

Me ha tocado leer documentos oficiales, en respuesta a una demanda, en la que un representante del SAT afirma que “ya son demasiadas” las organizaciones, o bien participar en una áspera discusión con un miembro del gabinete federal que decía “ustedes quieren hacer política pública con sus litigios, pero no me vayan a judicializar este tema”. La primera afirmación no tiene sustento en el comparativo internacional; la segunda es muy significativa en su fraseo: “no me vayan a…”, como si los procesos públicos fueran de propiedad de los funcionarios.

Me ha pasado con consejeros del INEE, con académicos del IISUE de la UNAM o del DIE del CINVESTAV, con articulistas y reporteros; la confusión y/o desdén no viene sólo de políticos profesionales. Y afloran dos preguntas que nos hacen con suspicacia y frecuentemente con anticipada descalificación: “¿qué no somos todos sociedad civil?” y “¿qué no todas las organizaciones son en realidad empresariales o políticas?”

Respondamos: no, no todos somos sociedad civil. Todos somos ciudadanos, y por ello somos titulares de derechos inalienables, agentes libres y autorizados a participar en todo lo que corresponda a los fines comunes de la sociedad. Sin embargo, “sociedad civil” se refiere precisamente a la actividad de ciudadanos que explícitamente hacen uso de sus libertades de pensamiento, expresión y libre asociación para participar en el estudio, crítica, propuesta y solución de asuntos públicos, sin fines de lucro, sin usurpar las atribuciones de funcionarios, sin depender de su anuencia, aprobación o apoyo. Por eso, un funcionario no es ni puede ser parte de la sociedad civil; como ciudadano es libre, pero como servidor público tiene un marco específico de ley a cumplir, y puede hacer sólo y específicamente lo que marca el puesto que ostenta. Tampoco un consultor o un lobista es parte de la sociedad civil; es claro que ofrece servicios que –eventualmente- hasta podrían resultar en un bien general, y no sólo de su contratante, pero sus “entregables” son piezas de oferta y demanda.

Así, la lógica de la sociedad civil no es la de la representación, sino la del emplazamiento. En una movida conversación, un ahora más destacado líder sindical me increpó diciendo: “detrás de mí, hay un millón 200 mil maestros ¿cuántas personas están detrás de ustedes?”. Yo le respondí: “Detrás, nadie. Acá al frente sólo estamos mi compadre y yo. Estudiamos el tema, tenemos una propuesta y se las vamos a ganar en tribunales”. Y así fue.

En sociedad civil no “representamos” a los ciudadanos. Damos voz a sus preocupaciones, pero no nos eligieron o designaron. Nuestra autoridad no depende de los números, del músculo en la marcha o las afiliaciones forzadas, sino de la razón de nuestro argumento. En ese sentido, nos parecemos más a los académicos.

Con varios de ellos en México, el tema de prejuicio no es tanto en el examen de las ideas, sino en el cuestionamiento del financiamiento. Nuestras organizaciones suelen ser donatarias autorizadas, con auditoría del SAT de Hacienda y también de un despacho externo. Nos revisan cada año; hacemos declaraciones de transparencia; hay vigilancia, que por momentos parece acoso o intimidación, de nuestras cuentas –nosotros hemos sido afortunados en recibir ya varias auditorías en un mismo año-. Pero cuando veo a mis colegas de universidades públicas, no capto que sea cuestionable el origen público de los fondos que pagan sus sueldos y publicaciones, o que eso los haga incondicionales o lacayos de rector o gobernador en turno. Los funcionarios se fotografían sonrientes con las fundaciones de los grupos corporativos y llevan excelentes relaciones con grandes proveedores privados, pero es a nosotros a quienes nos quieren colgar el mote de “empresarios”.

Ayer Mexicanos Primero cumplió once años de presencia pública. Sus méritos en la agenda del cambio educativo o su modelo de incidencia se van documentando en tesis de posgrado en el extranjero, o puede verse en el libro Civil Society in Education in Latin America (Routledge), coordinado por las profesoras Cortina y Lafuente de Teacher’s College. Sus vínculos con los equipos que diseñan las estadísticas de UNESCO, las evaluaciones de PISA o ICCS hablan de su competencia técnica. Pero un logro que nos enorgullece es sobrevivir en un ambiente hostil a la vida de sociedad civil. Kant escribió, en los umbrales de la Ilustración, que no se puede pretender cuestionar desde la sociedad civil a los agentes del Estado y asumir que no intentarán represalias; eso sigue siendo así, pero tal vez el reto principal será que los propios conciudadanos se acostumbren a que nuestra voluntad e inteligencia no se agotan con el voto, y que podemos y debemos seguir emplazando el resto de los días, y no sólo una estrepitosa tarde de domingo en julio.

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