Pronto, no

Durante la semana pasada ocurrió que primero Jalisco y después un grupo creciente de estados, o para ser más preciso, un número creciente de ...
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Durante la semana pasada ocurrió que primero Jalisco y después un grupo creciente de estados, o para ser más preciso, un número creciente de gobernadores –entre otros los de Michoacán, Tamaulipas, Coahuila, Durango, Nuevo León (todos gobiernos surgidos de partidos distintos al del presidente de la República), pero también el gobierno morenista de Puebla– anunciaron que no habría ya regreso presencial a clases en el ciclo escolar 2020-2021 en sus entidades.

La desbandada de los gobernadores –al final, 16 entidades– con respecto del calendario con ajustes publicado por la SEP, cuya previsión para el regreso a las aulas era en principio el 1 de junio, tiene varias dificultades. No queda claro al escrutinio público con qué evidencia contó la autoridad estatal para dicha determinación. Los dos argumentos principales merecen revisión: uno, que es imposible mantener el distanciamiento social en las escuelas; dos, que es muy peligroso para los docentes, pues un porcentaje importante son mayores de 60 años de edad.

Si lo primero fuese cierto, entonces tampoco se podrá volver el 24 de agosto, como anunciaron en Jalisco, o incluso habría que pensar en el cierre definitivo y para nunca jamás de las escuelas. Obvio que no es fácil mantener las medidas en el contexto de la típica escuela pública de nuestro país y sus aulas de 25, 30 o 35 estudiantes, y que debe estudiarse con toda seriedad y responsabilidad la logística de escalonamiento, el acomodo del mobiliario, la dispersión de turnos; pero irse por la fácil de poner una fecha sin modelos de contagio, estudio de rutas y concentraciones, sin consulta a la comunidad de aprendizaje, no se sostiene.

La segunda supuesta preocupación es también, si sincera, improvisada. Tal como vienen explicando los científicos en artículos y conferencias, la sola consideración de edad no determina claramente el riesgo. Los 60 años es tan arbitrario como umbral como los 61 o los 59 años de edad. Lo crucial es su vínculo con otras condiciones: padecimientos respiratorios, hipertensión, diabetes. ¿De verdad saben en dónde están esas maestras y maestros de riesgo acentuado? ¿Ya desde ahora les importa su situación y han hecho un plan para su salud, más allá de que supuestamente a favor de ellas y ellos cierren las escuelas para todos sus colegas, y de paso para todos los niños?

Cerrar o abrir, o cuándo no debiera ser decisión de corte político y de efecto mediático. No se puede desconocer, como subraya la UNESCO (leer, por ejemplo, el post de ayer: https://gemreportunesco.wordpress.com/2020/05/20/the-world-post-covid-19-might-be-the-world-pre-incheon-or-even-pre-dakar/) que extender excesivamente el cierre de aulas afecta especialmente a niñas y niños con discapacidad, agrava las brechas de las y los estudiantes que viven en pobreza y en la comunidades rurales más pequeñas, a niños refugiados y migrantes, además estigmatizados por el prejuicio como posibles ‘portadores’, con un mayor costo de segregación para niñas y niños indígenas, con cada vez más empobrecidos recursos para aprender, como es su derecho, en su lengua materna.

No puede dejarse de elevar la preocupación por una visión de salud epidemiológica que desconozca las implicaciones de salud socioemocional, los riesgos incrementados por el confinamiento en la frecuencia de maltrato, negligencia en la crianza, violencias en la familia y hasta en el aumento, registrado ya en aumento, de abuso sexual.

Pronto no se abrirán las escuelas. De ahí a no considerar al menos algunas sesiones presenciales y el diferimiento del inicio del siguiente ciclo puede ser la respuesta correcta, sería terquedad y pocas luces. Se debe analizar una variedad de escenarios, en diálogo con los expertos de varias disciplinas y perspectivas, y con auténtica comunicación –y no sólo anuncios unilaterales– para la población y especialmente con los poco consultados madres y padres de familia, maestras y maestros –no los líderes sindicales– y por supuesto, con niñas y niños.

Las desigualdades educativas, precursoras del rezago y el abandono escolar, se ahondan si no hay una perspectiva clara para volver. Combatir la visión de apresurarse a abrir por motivos voluntaristas no se logra yendo al otro extremo, de definir –sin anunciar ninguna medida afirmativa de compensación y cuidado– que “ya se acabó el año”. Tenemos todos que exigir firmemente a las autoridades estatales que dejen abierta la reevaluación de la decisión sobre el cierre continuado, en una perspectiva no adultocéntrica sino de derechos, priorizando el bienestar integral de niñas y niños, especialmente de las y los más vulnerables.

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