La Educación Normal, ¿debe adoptar seriamente la sustentabilidad y educar para ella?

Por: Dr. Luis Palacios Ortega INTRODUCCIÓN La motivación para escribir este ensayo es que reflexionemos hacia comprender algunos de los principios a ...
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Por: Dr. Luis Palacios Ortega

INTRODUCCIÓN

La motivación para escribir este ensayo es que reflexionemos hacia comprender algunos de los principios a partir de los cuales los seres humanos, a partir de la educación de los educadores, seamos capaces de transformar nuestra actual cultura depredadora, por una cultura respetuosa de toda forma de vida, sustentada en una relación armónica con el entorno natural y planetario en el que habitamos y sobre cómo transformar la educación para actuar desde una nueva percepción, formal o informal, hacia generar estrategias pedagógicas a fin de educar seres humanos comprometidos con el respeto a la vida y a la naturaleza y contribuir al avance de una sociedad sustentable.

Al ser éste un ensayo, he centrado mi atención en compartir mis reflexiones y opiniones que, desde mi visión como educador, dejan los conceptos rescatados de diversos autores y mi experiencia en una temática que ha llamado siempre mi atención y hoy considero más vital que nunca. Además, creo necesario que los educadores deben ser críticos acerca de la responsabilidad que implica manejar en el discurso conceptos como “sustentabilidad”, “educación sustentable” y otros que han permeado en la sociedad, la mayor parte de las veces, de manera irresponsable y ambigua.

CONTEXTUALIZANDO

Hagamos un poco de historia… Hace 4,600 millones de años se formó nuestro planeta en medio de condiciones atmosféricas extremas. De esa materia inerte surgió la vida hace 700 millones de años en forma de bacterias. No se debió a que se haya creado un nuevo elemento, lo que surgió fue una organización mucho más compleja de la materia. Todos los humanos, junto con todas las demás especies, descendemos de aquellas primeras bacterias o arqueobacterias (Margulis y Sagan 2005), que, durante dos mil millones de años, constituyeron la única forma de vida. En ese tiempo, se experimentaron nuevas formas de organización, al mismo tiempo que transformaban químicamente la atmósfera, creando mejores condiciones para la vida.

A partir de lo que propone Guillaumín (2010), hagamos un ejercicio: vamos a contener los 4 mil 600 millones de años en 365 días. Esto quiere decir que cada día representa 12 millones 602 mil 740 años de evolución, el resultante es un calendario comprimido que presento en la siguiente tabla:

 

Evento

 

Fecha y hora

§ Se forma la tierra.

1 de enero, 00:01 hrs.

 

§ Surgimiento de los primeros océanos.

 

1 de febrero, 17:44 hrs.

 

§ Se origina la vida en forma de células bacterianas carentes de núcleo o procariotas, en ese medio líquido y rico de compuestos orgánicos, expuesto a rayos ultravioleta y descargas eléctricas.

25 de febrero, 12 hrs.

 

§ Emergen los grandes continentes.

23 de marzo, 20 hrs.

 

§ Aparecen los primeros animales

(esponjas, celentéreos y artrópodos).

14 de noviembre, por la mañana.

 

§ La llamada “era de los reptiles”

(Periodos Triásico, Jurásico y Cretácico).

Entre el 8 y el 14 de diciembre.

 

§ Los primeros homínidos, nuestros ancestros, nacen hace 4 millones de años, en la Garganta de Olduvai, que hoy es parte de Tanzania, África.

31 de diciembre, a las 16:23 hrs.

 

§ El homo sapiens, con sus 1,600 cm3 de cerebro, surge hace dos millones de años

31 de diciembre 20:12 hrs

 

§ La revolución agrícola

31 de diciembre 23:58 hrs.

 

§ Las grandes ciudades

31 de diciembre 23:59:22 hrs.

 

§ El descubrimiento de América y la corroboración de que la Tierra es redonda

31 de diciembre 23:59:56 hrs.

A partir del análisis anterior podemos visualizar que, el hombre racional e inteligente que parece destacarse de las demás especies de animales, ocupa apenas el 0.043478 % de la historia de la Tierra (Guillaumín, 2010), algo así como 4 segundos de 365 días.

No ha sido una cuestión de suerte: la biosfera desarrolló capacidades de autorregulación por medio de complejas interacciones entre el medio físico-químico y las formas vivas, a través del agua y el aire, fluidos que lo unen todo, trabajando a temperatura y presión ambiente. Nuestro planeta no es una colección de organismos y medios físicos, es un organismo viviente, es lo que el científico inglés James Lovelock (2000) llamó Gaia en su famosa teoría del mismo nombre.

En cuanto a su organización, la biosfera es una holarquía: ninguno de los elementos del sistema tiene primacía o ejerce el control sobre los demás. Las partes (llamadas “holones” por Arthur Koestler), no son simples partes del sistema, sino totalidades que funcionan también como partes (Margulis y Sagan 2005). La evolución, más que descansar en la competencia, ha sido posible por un principio de simbiosis: “la vida en la Tierra no es una jerarquía creada, sino una holarquía emergente surgida de la sinergia autoinducida de combinación, acoplamiento y recombinación” (Margulis y Sagan 2005, p.8), es decir, la naturaleza se las arregló perfectamente sin nosotros por más de 4 mil 500 millones de años.

¿Qué ha hecho el ser humano en este pequeño periodo de vida terrestre? No sólo nos hemos desencantado del mundo, sino que estamos a punto de destruirlo y de destruirnos junto con él. Estamos acabando con lo que ha tomado 4,600 millones de años en crearse. No se trata de asumir una posición simplista sobre la “maldad” humana, somos sapiens y demens: el Homo Complexus (Morin, 1999, p.24). Hemos realizado obras sublimes en los campos de las artes, la literatura, la arquitectura, la tecnología, las ideas, la ciencia y podemos asumir que todos buscamos lo mismo: la felicidad, pero hemos usado el camino equivocado, ya que hemos olvidado nuestro origen común. En contraste, hemos fragmentado nuestra memoria y nuestros conocimientos al grado de no reconocernos, de no reconocer la unidad cósmica de la cual somos una pequeña parte.

¿Qué salió mal? A la luz de los nuevos conocimientos, esta pregunta tiene una respuesta: el hombre no es la medida de todas las cosas. Todos pertenecemos a la humanidad, pero el hombre y la humanidad son emergentes de la biosfera, y la biosfera es emergente de las fuerzas que rigen el universo. Es decir, la visión antropocéntrica actual no sólo es limitada, sino ilusoriamente peligrosa (Guillaumín, 2010). En contraste, la visión de la naturaleza que predominó en el mundo occidental era la de un mundo encantado: rocas, ríos y nubes eran vistos como maravillosos, vivos, y los seres humanos se sentían en casa en este ambiente. El cosmos, en resumen, era un lugar de pertenencia, “un miembro de este cosmos no era un observador alienado de él, sino un participante directo de su drama” (Berman 1981, p. 16).

Con las obras cumbre de Francis Bacon, Novum Organum (publicada en 1620), y de René Descartes, Discurso del Método (publicada en 1637), surge una visión objetiva, mecanicista, no contemplativa, distanciada y pragmática del mundo, y una ciencia basada en una metodología para controlar y someter la naturaleza a los propósitos humanos. Científicos de la talla de Isaac Newton ayudan a construir la Revolución Científica, pero es otra revolución la que la pone en el mapa: la Revolución Industrial, a finales del siglo XVIII (Berman 1981). En el último cuarto del siglo XX, el sistema científico, tecnológico y económico consolida lo que venía evolucionando desde 500 años atrás: la globalización.

¿Cuál ha sido el efecto de esto? El ecocidio. En un día típico en el planeta, se pierden cerca de 34 mil kilómetros cuadrados de bosques lluviosos. Otros 13 mil kilómetros cuadrados se convierten en desiertos, como resultado de malas decisiones y de programas de “desarrollo”. Se pierden entre 40 y 100 especies. La población aumenta en 260 mil habitantes. Se lanzan 3 mil toneladas de clorofluorocarbonos (CFC) a la atmósfera y 16 millones de toneladas de dióxido de carbono. Esta noche la Tierra será un poco más caliente, su agua más ácida y el tejido de la vida más débil (Orr 2004), en resumen, cada día incrementamos la inhabitabilidad de la Tierra.

No hemos entendido que en la biosfera se distribuye la riqueza de la energía solar, mientras que en la economía humana ocurre lo contrario: se concentra a niveles “inhumanos” e insostenibles. Hemos inventado una trinidad mítica: el mito de la posesión, el mito de la independencia y el mito del control (Guillaumín, 2010), los cuales son conceptos de la economía y de la política humanas, pero extrañas e innecesarias para la naturaleza y su evolución:

“en la restringida economía de la arrogancia y la fantasía humanas, los humanos pueden acumular riquezas y poder. Pero en la economía solar de la realidad biológica todos y cada uno de nosotros somos liquidados para dejar sitio a la siguiente generación. Nuestro préstamo de carbono, hidrógeno y nitrógeno debe ser devuelto al banco biosférico” (Margulis y Sagan 2005, p. 165).

La gran lección que debemos aprender para construir otra cultura humana es una cultura no antropocéntrica: una cultura solar, biosférica y simbiótica (Guillaumín, 2010). El problema de la cultura y, por tanto de la educación, es que hemos ignorado, olvidado, contravenido, alterado y destruido los ritmos, los ciclos y los principios que subyacen a la vida sobre la tierra, a su organización. La cultura y la educación formal y escolarizada han interferido con nuestra comprensión de la naturaleza, de la trama que une todas las cosas, y de que la vida pende de los sutiles hilos de esa trama.

Se han tenido inobjetables indicios de que estamos en una senda de colapso civilizacional y económico. Un temprano aviso de esto fue dado en la década de los setenta por el Reporte del Club de Roma: “Los Límites del Crecimiento” (Meadows et al 1974), sin embargo, no pasó de ser sólo un best seller internacional. Esta advertencia no tuvo un efecto importante, excepto como una curiosidad académica.

¿Y la educación?… La educación es el proceso por medio del cual la cultura se reproduce, se transmite de una generación a otra. Podríamos decir metafóricamente que es su ADN. En ella, las personas aprenden los valores y las prácticas necesarios para sobrevivir, así como para tratar y negociar las situaciones que la propia cultura genera en su contexto histórico y geográfico específico (Guillaumín, 2010), aunque:

“sin las precauciones necesarias, la educación sólo va a habilitar a las personas para convertirlas en los más eficaces vándalos de la Tierra. Si uno presta la debida atención, es posible escuchar a la Creación quejarse cada vez que un nuevo lote de jóvenes Homo sapiens, astutos y deseosos de tener éxito, pero ecológicamente analfabetos, son lanzados a la biosfera” (Orr, 2004, p. 5).

Nos autodenominamos la cúspide de la evolución y, según nosotros, nos encontramos inmersos en la era de la “sociedad del conocimiento” (Margulis y Sagan, 2005). Esta percepción, a todas luces arrogante y que supone la existencia de sociedades que no tienen conocimientos o que son “inferiores”, contrasta con la de pensadores como Edgar Morin, quien afirma que la Humanidad no ha logrado superar la Era de Hierro. En todo esto, la educación juega un papel fundamental debido a que es un proceso mediante el cual se reproduce la cultura humana. Elie Wiesel, por ejemplo, dice que el problema de la educación es que: “Ha enfatizado teorías en lugar de valores; conceptos más que seres humanos; abstracciones en vez de sentido; respuestas y no preguntas; ideología y eficiencia, más que conciencia” (Citado en Orr 2004, p. 8). A lo anterior debiéramos sumarle el enfoque de la llamada excelencia, concepto en boga en los discursos oficiales, a la que Latapí (2007), se refiere en el tenor siguiente:

“El propósito de ser excelente conlleva la trampa de una secreta arrogancia. Mejores sí podemos y debemos ser; perfectos, no. Lo que una pedagogía sana debe procurar es incitarnos a desarrollar nuestros talentos, preocupándonos por que sirvan a los demás” (p. 4).

La educación forma a los futuros consumidores y ciudadanos de McWorld, como Benjamin Barber (1995), bautizó a la civilización occidental. La educación se privatiza en sus fines y métodos y adopta un enfoque empresarial. Así, se enseña la eficiencia económica y no el bienestar o el equilibrio de la biosfera. Se promueve la competitividad en detrimento de la cooperación. Se alienta la especialización y se atenta contra la diversidad. El objetivo es ser productivo, competitivo y tener éxito, mientras, la economía se apodera del bien último que puede convertir en mercancía: la vida.

La educación convencional alienta a los jóvenes a encontrar una carrera antes de que puedan encontrar una vocación (Orr 2004). Una carrera es un trabajo, una manera de ganarse el sustento, una forma para hacerse de un curriculum. Representa movilidad social y un “estilo de vida” (medible en niveles de consumo). En cambio, una vocación tiene que ver con propósitos más trascendentales en la vida, con valores más profundos, con lo que uno quiere legar al mundo.

Munir Fashed, un profesor y matemático jordano, que fue expulsado de Palestina en 1948 a la edad de siete años, durante el Simposio Internacional: “Hacia una visión transdisciplinaria de la Universidad, Ecología de saberes para la sostenibilidad local y planetaria”, realizado del 8 al 10 de octubre de 2009 por el Programa Universitario para la Transdisciplina, el Diálogo de Saberes y la Sostenibilidad, de la Universidad Veracruzana, dijo algo que me estremeció y que creo que sintetiza de manera preocupante el alcance del problema educativo actual: “Dediqué los primeros treinta años de mi vida a formarme académicamente. Hice una licenciatura, una maestría y un doctorado. El resto de mi vida lo he dedicado a sanarme de esa educación”.

A la par de lo anterior, existe la gran preocupación por la creciente privatización de la educación pública, en particular de la educación normal, la que educa a los educadores. No me refiero a su financiamiento, sino a sus propósitos, métodos y formas de trabajo, es decir, la conversión de ésta para que opere como una empresa productora de conocimientos y de recursos humanos para alimentar la actual economía de consumo, a partir de una formación profesionalizante, con saberes fragmentados en disciplinas y especialidades, sin una visión compleja de la realidad, lo que alude a “moldear” en vez de educar, que significa guiar, acompañar.

En este problemático contexto, ¿puede haber una empresa más atractiva y ambiciosa que contribuir, a través de la educación, a superar la Modernidad, con toda su estela de destrucción de ecosistemas y comunidades humanas en pos de un progreso que nunca se concretó? ¿No es tiempo ya de deshacernos de las ideas que hemos heredado de ésta desde hace más de tres siglos, las que siguen prescribiendo nuestras aspiraciones deseos y consumos en todos los ámbitos de la vida? ¿Es este un reto a la altura de la Escuela Normal contemporánea, la institución que educa a los educadores, una de las instituciones pináculo de la cultura humana? Yo considero que sí a las tres preguntas, por ello, es necesario que la Educación Normal adopte seriamente la sustentabilidad y educar para ella.

¿Por qué? Porque es un problema que afecta a todos los ecosistemas y comunidades del país; porque es un fenómeno del que gravitan muchos otros problemas, como la pobreza y el hambre; porque tiene que ver con el futuro de nuestra civilización y de nuestra especie; porque necesitamos educar a las nuevas generaciones a favor de la dignidad e integridad humana; porque cuenta con la infraestructura, los medios y las condiciones académicas para hacerlo.

La transición que se hace necesaria hacia un planeta sustentable comienza con una educación que contemple un conocimiento profundo del territorio local/regional. En primer lugar, porque necesitamos salir de un proceso de más de 500 años que ha consistido en: la explotación y destrucción de los territorios y recursos locales/regionales, la implantación de centros y economías enclave en dichos territorios, la subordinación de lo local a un sistema de orden global. En segundo lugar, porque la sustentabilidad se construye localmente y en tercer lugar porque es la escala en la que la educación normal y sus egresados pueden intervenir de manera eficaz, con lo que está a la mano.

De hecho, la educación puede constituir un proceso de recuperación del territorio (Guillaumín, 2016). ¿Recuperarlo de qué? Primero, de nuestra indiferencia y nuestro descuido. Estamos tan entretenidos con lo que Desbord (2000), llama “sociedad del espectáculo”, que predomina bajo las condiciones actuales de producción: “la vida se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era directamente vivido se ha ido desvaneciendo y ha sido reducido a su representación” (p.6). Vivimos en el mundo de la propaganda, las noticias (y la desinformación), la publicidad, el entretenimiento (donde también cabe la política), la moda y los estilos de vida, los que representan el modelo dominante del desarrollo y nos presentan pseudo-elecciones que han sido ya tomadas de antemano en las esferas de la producción y el consumo.

Segundo, recuperar el territorio de los intereses que no representan a los de los habitantes. Estamos hablando de una amplia variedad de fenómenos y actividades que atentan contra el bienestar e integridad de las comunidades y ecosistemas locales: fracking, agricultura industrial y uso de herbicidas y pesticidas, contaminación, empresas que destruyen las actividades locales, deforestación, expoliación de recursos naturales, etcétera. Tercero, recuperar al territorio de nuestras propias acciones que contribuyen a destruirlo y deteriorarlo, lo cual nos conduce a la idea de darnos cuenta o, si se prefiere, crear consciencia.

Existen algunas propuestas que pueden abonar a crear esa consciencia y que, por su relevancia, pueden incorporarse a la educación del educador:

I. El eco-alfabetismo, propuesta de Frijot Capra (2002), quien lo refiere como una habilidad a desarrollar hacia comprender los principios básicos de la ecología y vivir de acuerdo a ellos. Una sociedad ecoalfabetizada no destruye el ambiente natural del cual depende. Este concepto, razonablemente básico, ha evolucionado hacia incluir una comprensión general de cómo funciona la biosfera.

II. La educación basada en lo local (place-based education). Se trata de una vertiente educativa reciente, que ha sido propuesta por un grupo de educadores y ambientalistas norteamericanos desde hace tres décadas. Propone una misión fundamental: reformar la educación básica a favor de una nueva formación de los niños y jóvenes donde se coloque en el centro de interés el conocimiento ecológico a partir del estudio de lo que se tiene a la mano, es decir, el territorio inmediato. Como punto de partida puedo citar las palabras de uno de sus promotores más importantes: “La educación basada en el lugar es el proceso de poner a la comunidad y al ambiente local como puntos de partida para enseñar conceptos y teorías en lengua, artes, matemáticas, sociología, ciencias y otras materias a través del curriculum” (Sobel, 2005, p. 7).

En términos generales, la educación basada en lo local (EBL) consiste en una estrategia de replanteamiento de la narrativa habitual del salón de clases, mediante la cual los estudiantes responden creativamente con historias de su experiencia, en las que se sitúan dentro de un continuum entre cultura y naturaleza. Es decir, se descubren como parte de una comunidad que no sólo es humana, sino que está integrada por miembros de otras especies: plantas, animales, bacterias, hongos, etc., suena interesante, ¿no? La EBL es una pedagogía de la comunidad, en un esfuerzo de reintegración del individuo a su lugar, y de restauración de los vínculos entre las personas y su entorno. Es preciso no dejarnos engañar por la palabra “comunidad”, pues su aplicación puede responder tanto al medio rural como urbano. Esta educación es una manera de integrar el curriculum alrededor del estudio del lugar, pero también un medio para inspirar el cuidado del territorio y promover la revitalización de la ciudadanía. Es un enfoque que articula lo teórico con una dimensión práctica y transformadora de la realidad.

La educación basada en lo local responde a la necesidad de ver la educación ambiental como una parte fundamental de las vidas de las personas en sus lugares. También responde a la necesidad de conocer científicamente el territorio mediante proyectos de investigación sobre problemas identificados por los propios niños y jóvenes dentro de lo que se conoce como investigación-acción, una metodología muy útil. Los estudiantes pasan de ser espectadores pasivos para convertirse en estudiantes que utilizan la teoría no para pasar los exámenes, sino para comprender fenómenos complejos y para transformar el hábitat que les rodea. Se vinculan así las relaciones entre abstracto-concreto, teoría-práctica y cuerpo-mente (Guillaumín, 2015; Sobel, 2005; Gruenewald & Smith, 2008; Davis, Sumara &Luce-Kapler, 2006).

III. El currículum orgánico. ¿De qué se trata? Recurro para ello a los diversos significados que tiene la palabra “orgánico” en diversos contextos, pero siempre relacionados entre sí: de carácter sistémico; que acondiciona para la vida; que tiene que ver con los ciclos del carbono; que se transforma con el entorno; que es “biodegradable”; que es unitario y diverso a la vez. Nos remite a la idea de lo que sucede de manera natural y espontánea, a las formas en que las cosas se desenvuelven y que no pueden ser predeterminadas. Se aleja de todo proceso industrial mecánico, repetitivo y estandarizado. Si bien el curriculum orgánico puede comenzar como una metáfora para describir una realidad natural y social cambiante y dinámica, con el tiempo, la práctica y la experiencia puede convertirse en un mapa que tiende a fundirse con el territorio, tal como lo plantea, por ejemplo, Carlos Calvo (Palacios, 2018).

Es necesario aclarar que un curriculum orgánico no es un campo de eventos desestructurados, sin sentido y sin rumbo. Esta interpretación no sólo resultaría confusa para los actores educativos involucrados (profesores, estudiantes, familias), sino que sería desfavorable para la misión de la educación normalista de brindar a niños y jóvenes conocimientos que tengan significado en el contexto de sus propias vidas y de su entorno cultural y natural. Por el contrario, la idea de contar con un curriculum orgánico es proporcionar un conjunto de pautas y principios organizadores a los normalistas que les permitan atender a las nuevas generaciones desde una visión diversa e inclusiva, en un mundo cada vez más problemático y complejo (Palacios, 2018).

El hecho de que esté vinculando los aprendizajes al ámbito local/regional significa que el nuevo curriculum no es estandarizable, en virtud de que responde a especificidades de la diversidad cultural y natural del territorio. En este sentido, es necesario enfatizar la importancia que la naturaleza multiplicadora que la educación normalista tiene. En ella se forman los futuros profesores que ocuparán sus puestos a lo largo y ancho del territorio nacional.

CONCLUSIONES

Antonio Machado (1981) en el texto: “Juan de Mairena, sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo”, plantea una visión de la educación bastante contundente. Menciona que la finalidad de nuestra escuela debiera ser enseñar a “repensar lo pensado, a desaber lo sabido y a dudar de la propia duda, que es el único modo de comenzar a creer en algo” (p. 196). En ese tenor, ¿es necesario que la educación normal adopte seriamente la sustentabilidad y educar para ella? Sí, en virtud de que continuar hacia una cultura única, global, hegemónica, con una educación estandarizada, como producto moldeado para los fines de los mercados financieros, autoritaria, de competencia, que excluye a millones de seres humanos, que fomenta la desaparición de las culturas locales y así de nuestra especie, es una receta para futuros desastres.

Lo lógico es plantear que lo mejor para nuestra sobrevivencia, como especie, es no permitir que se imponga una cultura global, sin embargo, el contrarrestar su impacto resulta una tarea poco menos que imposible. La educación puede ayudar a revertir lo que se ha instalado con tal fuerza en nuestra conciencia, lo que no es una labor mínima. No seremos capaces de querer, gustar y disfrutar de la vida en todas sus expresiones, con solidaridad y responsabilidad con lo existente y lo que va a existir, si no orientamos nuestra permanente búsqueda del sentido de la existencia humana hacia la formación de esta conciencia ambiental, partiendo de lo local hacia lo planetario, ahí es donde los educadores y la educación inciden.

Se hace necesario que la educación de los educadores, la educación normal, se oriente hacia promover formas de globalización democrática y ecosistémica, con procesos de integración social, donde se otorgue el significado que tienen las distintas dimensiones de la existencia humana y la diversidad cultural, tendiente a desarrollar ecosistemas humanos que respondan a lo local, buscando ampliar el horizonte evolutivo. En ese proceso es relevante incorporar los aspectos genéticos y culturales, es decir, educar al educador para considerar la relación existente entre la cultura local y la genética propia de la misma, relación rota a partir del auge de la educación estandarizada. Ambos fenómenos son procesos continuos, no terminales y determinan un proceso que debe ser complementario a ellos, el proceso educativo.

Complementariamente, se requiere una educación ética, a fin de que las sociedades humanas vivan en armonía con la naturaleza, de la que dependen para su sobrevivencia y bienestar. El objetivo a largo plazo de la educación debe ser fomentar actitudes y comportamientos compatibles con una nueva visión. La educación debe ser orientada a la sustentabilidad, a partir de un proyecto educativo comprometido con la mejora de las condiciones de vida de toda la humanidad, iniciando del ámbito local hacia el ámbito global.

El progreso, la globalización y la cultura global, reitero, han dejado de lado los procesos cíclicos naturales, de ahí la importancia y pertinencia de que los individuos como las comunidades comprendan la naturaleza compleja del medio ambiente, resultante de la interacción de sus diferentes aspectos: físicos, biológicos, sociales, culturales, económicos y adquieran los conocimientos, los valores y las habilidades prácticas para participar responsable y eficazmente en la prevención y solución de los problemas del medio ambiente y en la gestión de la calidad de vida del mismo.

Por lo tanto, la educación normal, más que limitarse a aspectos concretos del “cómo enseñar”, debe atender los procesos educativos hacia convertirse en una base privilegiada para promover un nuevo estilo de vida, abierta a la vida social, a fin de que los miembros de la sociedad participen, según sus posibilidades, en la tarea compleja y solidaria de mejorar las relaciones entre la humanidad y su medio. Cada egresado de la escuela normal tiene la posibilidad de promover una comunidad (común-unidad) de aprendizaje. Esto no será posible sólo con la implementación de cursos, pláticas u otras estrategias educativas reducidas a unos cuantos.

Es momento de multiplicar los esfuerzos de concienciación, a la par de un urgente cambio paradigmático, ya que es evidente que los cambios programáticos que hemos vivido a la fecha, no han funcionado. ¿Se debe adoptar seriamente la sustentabilidad y educar para ella? Sí, y no nos engañemos: «el mundo no necesita más gente exitosa…» David Orr


REFERENCIAS

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