“Cuando se culpabiliza al maestro como forma de gestionar el dolor social, se desplaza la responsabilidad institucional hacia el eslabón más vulnerable del sistema.” Marina Garcés
En los centros escolares, cada jornada está llena de múltiples interacciones: niñas, niños y adolescentes se desplazan, dialogan, juegan, debaten, se emocionan y a veces, se confrontan. Todo este entramado cotidiano sucede bajo la mirada atenta, aunque no omnipresente, del personal docente y directivo, quienes además de su labor pedagógica, son responsables del cuidado, bienestar y protección de sus estudiantes.
En este contexto, cada momento puede convertirse, potencialmente, en un accidente, en un evento crítico. Basta un tropiezo en el baño, un empujón en la fila o una caída en el patio para que la escuela, el profesorado y la dirección se vean de pronto expuestos a juicios públicos, reclamos familiares o incluso procesos legales. Las imágenes compartidas en redes dan cuenta del hartazgo silencioso del personal educativo ante una constante: ser responsabilizados por situaciones que muchas veces escapan completamente de su control.
La ironía de que el docente pueda ser considerado culpable incluso si un niño se desmaya en los honores a la bandera, otro niño lo empuja jugando o tropieza con sus propias agujetas revela la vulnerabilidad estructural a la que está expuesto el magisterio. Se espera que la escuela sea un espacio de cuidado absoluto, pero pocas veces se reconocen las limitaciones reales con las que opera. Por eso, resulta urgente crear protocolos de actuación y abrir paso a herramientas que, más allá de culpar o excusar, permitan comprender, registrar, contar con testigos de los hechos y aprender de estas situaciones. Aquí entra en juego una propuesta que ha circulado Pilar Pozner sobre los incidentes críticos, no como un acto burocrático, sino como una vía reflexiva, ética y estratégica para prevenir riesgos.
Documentar hechos a través de una bitácora con detalle, contexto, acciones realizadas y firmas, no solo brinda certeza jurídica, también permite visibilizar lo que muchas veces se ignora: que el personal docente sí actuó, que sí advirtió, que sí buscó soluciones. Estos marcos no solo son útiles para la convivencia pacífica, también brindan sustento para que el personal docente no quede en el desamparo cuando se enfrenta a eventos que comprometen su integridad profesional. Casos como el del maestro Esteban muestran la necesidad de contar con evidencia documentada para evitar tortuosos procesos administrativos, escarnio social y desgaste emocional.
Por ello, animar al personal directivo y docente a llevar un registro en una bitácora profesional no es un acto defensivo, es una práctica de cuidado mutuo. Se trata de comprender que cada palabra, cada intervención oportuna y cada omisión también pueden ser reconstruidas a partir de la memoria escrita. Registrar una situación crítica no implica desconfianza, sino fortalecer una cultura de responsabilidad compartida, donde se sepa qué ocurrió, cómo se actuó y qué acuerdos se generaron. Cada acta debe especificar la fecha, relatoría de hechos, acciones ejecutadas, firmas de testigos, autoridad inmediata y del docente, con copia resguardada.
Frente a un escenario donde los riesgos escolares son tan diversos como impredecibles, asumir esta práctica como parte de una pedagogía de la corresponsabilidad puede prevenir conflictos futuros. Porque quien educa con compromiso merece también un marco que le proteja. Registrar no es solo prevenir, es dignificar la labor de quienes, día tras día, enseñan, cuidan y responden por infancias que, a pesar de todo, siguen corriendo, jugando, aprendiendo… y necesitando que alguien esté ahí, incluso cuando todo se pone en juego. Porque la educación es el camino…